Cogió una margarita del suelo,
sonrió a la vez que, con cierto aire infantil, la introducía entre sus cabellos
blancos.
—¿lo recuerdas? – preguntó.
El hombre también sonrió. Cubría
su cabeza con un sombrero viejo y despuntado de paja amarillenta.
—Claro que me acuerdo. Y estás muy guapa, al igual que entonces.
La besó en la mejilla.
—Oh vamos, ya estamos viejos. Sé
que estoy vieja, pero gracias.
—Eso no quita que sigas siendo
la chica más bonita.
La cogió de la mano y se
encaminaron hacia la orilla. El celeste mar los saludaba con suavidad, mojando
con delicadeza sus pies desnudos.
—Cielo —dijo él—, ha llegado el
momento.
—Sí amor, siempre juntos.
Regresaron a casa. Recorrieron
el camino de arena bordeado de correhuelas y yesqueras rojas, hasta un pequeño jardín
de tierra negra, volcánica, de muros bajos y cuyo encalado blanco, contrastaba
vivamente con el color de la tierra y el verde de los cactus que habían
sembrados.
—Hemos vivido bien. —dijo la
mujer.
—Es cierto.
Sentados en un banco contemplaron
el jardín, decidieron fumar su último cigarrillo. Cuando la mujer apagó su
colilla en un viejo cenicero de metal con el logotipo desvanecido, entraron en
la casa. Abrieron un pequeño cajón del mueble del recibidor y cogieron un
paquete de pastillas “adormideras”, se miraron sin decir nada. A continuación decidieron
preparar un cuba libre como homenaje y marcharon cogidos de la mano hacia la cama.
La ingirieron despacio,
mirándose a los ojos. Las lágrimas de la mujer llegaron a la barbilla, él levantó
la mano y se la limpió cariñoso.
—No llores. —dijo— Es lo mejor. No hay
sitio en el mundo para nosotros. Los viejos ya no cabemos en ningún lugar.
Dejaron los vasos en la mesita
de noche y se recostaron en la cama, abrazados.
—¿Tardarán mucho en encontrarnos?—preguntó
la mujer.
—No sé. —Respondió él mientras
se dormían. ©
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