CUMPLEAÑOS FELIZ

         Clara abrió los ojos. No despacito, como cabría esperar después de una larga noche de placido sueño, no. Los abrió de golpe y lo primero que vio, fue el despertador con la figura de Blancanieves que marcaba las siete y diez. Claro que eso, para Clara, no era índice de significar nada.
            De un salto salió de la cama y corrió a través de un estrecho pasillo. Llegó ante una puerta de cuarterones de madera y la abrió despacio. Entró en el dormitorio de sus padres y de un brinco, se coló entre los dos.
­            —¡Hoy es mi cumple!­­  —gritó mientras zarandeaba a su padre por la espalda. Este, con los ojos aún cerrados, sonrió. Después abrió un ojo, la miró y volvió a hacerse el dormido.
              —¡Que es mi cumple!
         Volvió a gritar. Aunque en su voz resonó una especie de minúsculo enfado.
           —Vaya con la pequeñina. —Exclamó el padre mientras se giraba y la cogía para hacerle cosquillas,— vaya, vaya como está hoy la princesita —y le dio un beso sonoro en la mejilla.
            La niña se pasó la mano por la mejilla
­            —Pinchas, pinchas ¡No me gusta que pinches!
           —Como está de exigente doña mocosa. —Exclamó el padre—. Cariño, —esta vez se dirigió a su mujer—  ¿sigues dormida?
          —Lo intento al menos —contestó la madre que ya se giraba en la cama después de haber mirado el despertador.
       —Felicidades mi niña. —Le dijo, con media sonrisa y la besó con un suave abrazo— Has madrugado demasiado cielo ¿Sabes qué hora es?
       —Si. Si que lo sé. ¡Es la hora de mi cumpleaños! —y tocó las palmas a modo de aplauso.
           
            Durante toda la semana, Clara había deseado este momento. No había dejado de hablar de la muñeca Candy, versión casi real de un bebé; comía, lloraba e incluso había que cambiarle los pañales como a un niño real.
            Se veía a sí misma paseándolo con su cochecito por el caminito del parque. Todas las niñas se acercarían, y ella vería sus caras embelesadas. Sobre todo, la cara de Lina. Ella también había pedido uno por su cumpleaños, pero Clara, era unos meses mayor. Así que ella, lo tendría primero. Esto la hacía especialmente feliz y dibujaba una sonrisa fina en su cara.
            Después subía a su dormitorio y buscaba el mejor sitio para alojar a su querida muñeca.
            Soñaba con cambiarla de ropa, en bañarla por las noches, en ponerle su pijamita y acostarla a su ladito, igual que hacía la tita Rubi con su bebé.
            La madre se levantó de la cama y se dirigió hacia afuera del dormitorio. La niña sabía a lo que iba.
            Desde el quicio de la puerta la madre miró a su marido y este subiendo un poco los hombros suspiró con desesperanza y esquivó la mirada hacia las sábanas.
            Durante toda la semana Clara se había comportado lo mejor que sabía; comía la comida que le ponían en la mesa aunque no le gustase, no protestaba cuando su madre la peinaba y no se enfadaba cuando le daba algún tirón al peinarla, o se acostaba todas las noches sin protestar, rezaba sus oraciones y le pedía al niño Jesús la muñeca tan deseada. “Niño Jesús, cuando tenga mi muñeca te prometo ser buena todos los días.” A continuación se santiguaba, subía a la cama y tapada entre mullidas mantas, dormía con la seguridad que da el trabajo bien hecho.
            Apareció la madre con una gran caja que llevaba un precioso lazo rosa. Clara sonrió de oreja a oreja y con los ojos muy abiertos aplaudía con sus manos rechonchas.
            Los padres se miraron cómplices con un brillo de tristeza en sus pupilas.
            —Tu regalo cielo. Te has portado muy bien y eres una niña muy buena, aunque…—dijo la madre.
            —Nos hubiera gustado poder comparte otra cosa, —continuó el padre—. Pero ya sabes que papá está buscando otro empleo y hemos tenido que ahorrar, lo entiendes ¿verdad?
            La niña solo miraba la caja y las palabras de sus padres le llegaban como si les hablaran desde debajo del agua.
            Rompió el lazo y el precioso papel dorado y rosa que envolvía el regalo con la misma desesperación que un náufrago desplegaría una balsa de plástico.
            Abrió la caja y una sombra tenebrosa atravesó su mirada. La sonrisa se le hizo mueca, y escondió sus sonrosados labios tras una línea de dureza. Sus ojos se volvieron vidriosos. Miró a sus padres con una mirada que no olvidarían y con la rapidez de un lince, cogió el abrigo celeste de dentro de la caja. Se dirigió a la ventana, y lo tiró afuera con todas sus ganas.




EL LIBRO

            Entró en la tienda. La puerta acusó su entrada con unas campanitas colgantes que sonaron en el silencio como si el hada de Peter Pan estuviese revoloteando en el aire. El librero que estaba justo a la entrada, detrás de un mostrador desvencijado, no alzó la mirada. Continuó ajetreado con unos papeles que no dejaba de mover cuando ella pasó delante de él dirigiéndose hacia la estantería del final.
            Ojeaba los lomos de viejos libros con títulos en inglés en un intento de traducir alguno que pudiese llevarse a casa como recuerdo, cuando percibió un hueco entre unos cuantos libros y el fondo del mueble. Metió la mano muy despacito y lo sacó.
            Palpitaba bajo una capa de polvo blanquecino. Abandonado en una decrépita tienda de libros usados, detrás de otros libros igual de olvidados que él. Mi madre lo encontró. Podría decirse que lo rescató, de su escondite y del olvido, aunque muchas veces después, hemos pensado que fue él, el libro, el que quiso reencontrarse con ella.

            No sabemos las intenciones de la mano que lo ocultó entre aquella línea de libros, pero fue ella, curiosa mi madre, incansable buscadora de historias, la que lo halló con la emoción secreta del que encuentra un tesoro.
           
            —Where have you got that book, ma’am?—Preguntó el librero un tanto antipático.
            Mi madre, respondió señalando con el dedo índice al mueble viejo y sucio al final del estrecho pasillo con el  letrero  “Books-3pounds” encima.
            El librero la miró por encima de sus gafas de presbicia.
            —Are you sure?
            —Of course
            Contestó mi madre ofendida, a punto de abandonar el libro a su suerte. Pero el libro ya la había enganchado. Decidió tragarse su orgullo y sacar las tres libras. No sabía el librero, que en aquel punto ella le habría pagado mucho más si hubiese sido necesario. No fue así. El hombre con parsimonia y mirando siempre a mi madre por encima de sus gafas, guardó el libro en una bolsa de papel y se lo entregó.
                  —Here you go, ma’am.
            —Bye.—Respondió ella y, abriendo la puerta, abandonó la librería con el sonido de las campanitas en sus oídos.

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            Habías comprado un libro. El único libro en español de una librería perdida de una localidad; Kinbuck creo que la llamaste.
            El autobús cargado de viajeros, entre los cuales te encontrabas, se averió. Mientras lo arreglaban, el guía y otros turistas, decidieron dejaros un rato de asueto andurreando por las cercanías. 
          En contra de tu naturaleza, te atreviste a alejarte. Te adentraste en el pequeño pueblo. Caminaste por sus calles pequeñas, con muretes de piedra en los jardines de las casas y jardineras con florecillas menudas en las ventanas. Había lloviznado un poco. Suerte de traerte calzado cómodo y seguro. Lo piensas mientras una leve brisa fresca acaricia tu cara y sonríes.
             A lo lejos, el letrero “Old Books” ha acelerado tus pies. Ejecutan una orden primaria de tu sistema nervioso. ¿Qué piensas? ¿Es que ves una librería y te lanzas a ella como un perro cuando huele un hueso? Es lo que él te habría dicho. Con aquella pose de seguridad que ostentaba en todo lo que se refería a ti. Incluso cuando te dijo que te abandonaba, dejó que pensaras que eras tú la culpable. Y lo creíste.
            Sí, eso te habría dicho, pero él no está. Hace tiempo que eligió otra vida en la que tú ya no figuras. Por eso, te dirigiste hacia ese letrero con entusiasmo, como si supieras que allí había algo para ti, y efectivamente lo había; encontraste el libro. Una ganga doble la que has conseguido o triple; una el precio, otra los grabados, por último y reina de las casualidades: está en español. Casi lloraste, porque sentiste que el destino te había traído un regalo; una recompensa para tu desengaño.
            Nadie como tú para saber cuánto sufriste. Cuanto disimulaste tu orgullo herido y tu desesperación, porque tú aún le querías. Mentías a todos cuando decías que estabas bien, que tu matrimonio se había convertido en una costumbre o que ya lo sabias porque hacíais vidas separadas. Mentías, y cuando te quedabas sola, llorabas mientras deambulabas como una sombra por los dormitorios, por el pasillo o por la cocina escuchando solo el eco de tu llanto.
           
            Una tarde viste un anuncio: “Descubre Escocia por novecientos Euros” y no lo pensaste dos veces.

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            Cuando encontró el libro, salió con rapidez de la librería, “a ver si por un azar maligno sale el librero arrepentido” pensó. Claro que mi madre ya estaba dispuesta a pelear por él. Ya era de su propiedad.
            Agradeció con un hondo suspiro, que al regresar al autocar, este tuviese los motores en marcha y que los otros turistas estuviesen sentados. Solo faltaba ella.
            Abrazada al libro guardado en el envoltorio de papel, como si fuera una colegiala con sus libros nuevos, subió rápido y pidió disculpas. Después me confesó, que en aquel momento no podía sentir lo que decía, emocionada como estaba con aquel hallazgo, y que volvería a llegar tarde las veces que hiciera falta con tal de tener semejante preciosidad entre sus manos. El autocar comenzó su marcha, y entre el suave traqueteo del viaje lo guardó, con bolsa y todo, dentro del bolso.
            —¿Has encontrado algo que merezca la pena? —le preguntó la compañera de asiento.
            —Una baratija para mi tía —contestó y se puso a mirar por la ventana.

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            No quisiste compartir con la pareja circunstancial de autocar aquel sentimiento de alegría, de revancha, de conquista, con el que el destino había gratificado todas tus últimas penalidades.
            Sentiste que el cosmos, el universo te debía algo y se había concretado en aquel libro; con solapas de cuero repujado y fuertes hojas en su interior; algo amarillentas por el tiempo y la falta de luz, del que apenas pudiste leer unas cuantas palabras:

Alcé mi poncho y mis prendas
Y me largué a padecer
Por culpa de una mujer
Que quiso engañar a dos,
Al rancho le dije adiós,
Para nunca más volver.

            Aquellos versos, que recién habías leído en la tienda, no se borraban de tu cabeza. Descubriste que eran las palabras de Martín Fierro, un gaucho argentino, las que en un libro escondido en un lugar de Escocia irrumpieron en tu vida como una cascada violenta.
            La idea, como un gato, ronroneaba a tu alrededor hasta que se hizo fija y fuiste consciente de ella.
           
            Con el libro dentro de tu bolso y con aquellas palabras en tu mente mirabas el paisaje. A través de la ventana del autocar los árboles te saludaban a coro. Agitaban sus ramas mecidas por el viento, alegrándose de tu llegada.
            Aquellos bosques verdes, altos y elegantes, engalanados con su mejor follaje, que viste una vez y que guardabas en tu memoria, se acordaron de ti. Y tú, al verlos, los reconociste en aquellos sueños que habías vivido.
            Entonces supiste que habías regresado, que estabas en tu hogar.
            Decidiste abandonar al grupo de turistas ante las caras asombradas de los que viajaban contigo. El chofer sacó tú equipaje de las tripas del autocar y te hizo firmar un papel para renunciar a cualquier reclamación posterior. No te importó. Nada te importaba. Lo único que podría retenerte en España era tu hija, pero sabías que ella estaría bien y que se alegraría por ti.
            Solo podías sentir como el pecho se te ensanchaba de alegría, habías encontrado tu sitio. No tenías miedo porque en tu interior, sabías que habías regresado  para empezar de nuevo. Para ser, al fin, tú misma.




La Partida

            Regaba las macetas del patio cuando sin querer se enteró de la noticia. Había escuchado a su madre comentar a una vecina que José,  se marchaba aquella misma mañana en el tren de las once treinta.
            Dejó caer la regadera en el suelo y la confusión del agua atrajo ecos de voces pasadas donde José, su José, en amores secretos, le había susurrado  que la amaba. 
            Corrió hacia la puerta principal de la casa, no sin antes, echar un vistazo al reloj tipo carrillón que presidía la entrada. Mostraba las once menos diez, aunque la aguja larga ya había sobrepasado la X.
            De nada sirvieron los gritos de su madre que le decían, que al menos, se peinara. Dejó la puerta abierta y salió corriendo calle abajo. Sus pies se deslizaban con la rapidez que le permitía la calza ortopédica de su pierna derecha. Lo hacía con plena conciencia de la resonancia que provocaba al chocar contra los ladrillos del suelo; clac – clac - clac.
            La había mirado sin ver su defecto. “Sólo veo unos preciosos ojos que imploran amor” le había dicho entre caricias, y aquella noche, cuando le abrió de par en par las ventanas de su balcón, José entró como un ladrón entre las sombras.
            La brisa de la mañana levantaba la falda de batista amarilla con la que aquel día se había vestido. Dedujo con rabia, que dejaba ver con plenitud la desigualdad injusta de sus dos piernas; la buena y la mala, la bonita y la de palo; sin nada entre sus huesos y su piel.
           El tranvía y ella llegaron al mismo tiempo a la parada. 
         No paraba de desplazarse a lo largo del vehículo. Lo recorría una y otra vez con una mano agarrada a la barra superior que lo ensartaba, solo la soltaba de vez en cuando. Entonces, apoyaba la otra mano en el respaldo de algún asiento, ponía su cara pegada a la cara del pasajero que iba sentado y comprobaba en qué calle estaba.
            Un pasajero, al que estaba poniendo nervioso, le cedió el asiento, y aunque no confiaba mucho en su pierna mala a la que llamaba “flaca”, cortésmente se negó.  
            Tenía la convicción de que si permanecía en pie, el tranvía, en sinergia con sus deseos, iría más rápido. Deseaba despejar la negrura que había invadido la alegría de la mañana. Despejar la duda inconfesable de un porqué o descubrir con una punzada de muerte la cobardía de un canalla.
            Así, en los minutos que el tranvía permanecía en las paradas para que subieran más viajeros, movía la pierna y taconeaba con la calza. La hacía tamborilear contra el suelo de madera del vehículo insistiendo en mostrar su impaciencia.
            Por un momento, con ojos llorosos pensó, que si gritaba el motivo de sus prisas todos los pasajeros alentarían al conductor a coger más velocidad, a pasar las paradas de largo como si estas no existiesen. En ese mismo instante, también pensó, que era una idiotez y preguntó la hora a una mujer de cierta edad que iba sentada.
            —Las once y veinte pasadas.
            La siguiente era la parada de la estación. Taconeó con más  nervios hasta que bajó de forma atropellada y pidiendo disculpas a todo el que bajó con ella.
            Entró en la estación de trenes. Corría con la “flaca” desmadrada hacia el andén número dos. Se escuchó un silbido largo que la apremiaba, corre, corre y con el silbido aceleró el paso.
            Tropezó con un señor de poderosos bigotes. El hombre se tambaleó y ella cayó al suelo sin saber muy bien que había pasado. Con movimientos torpes se incorporaba con la ayuda de dos mujeres que al verla caer acudieron en su ayuda. Otro pitido, un poco más largo que el anterior, se dejó oír. “Gracias, gracias” dijo con premura y notó un intenso dolor en la “flaca”.
            Corrió hacia las puertas que dan acceso a las vías mientras a lo lejos, la campana de alguna iglesia cercana anunciaba que se acercaba la media. Aceleró sus quebradizas zancadas. La segunda campanada la escuchó entremezclada con su propia respiración. El ansia de oxígeno en sus pulmones la hizo parar en seco y escuchó la tercera. Apoyó sus manos en ambos muslos, inclinó el cuerpo y vio la herida; una piel abierta, como una llaga hambrienta, mostraba parte de la rótula. Inspiró dos veces y levantó la mirada. La parte trasera del tren se hacía más pequeña y el tañido de la última campanada anunció una premonición. ©





EN CLAVE DE SOL

Agradecí la fresca brisa que acariciaba mi cara. A lo lejos divisaba el viejo submarino y pensé que había sido buena idea pasear. Noté que las lágrimas iban a volver y decidí ponerme las gafas de sol.
            Surgió una música que lo envolvió todo como un aura maravillosa y la melodía de aquellos días felices se reveló inaudita a mis oídos. No podía creer que aquel sonido reverberante en mi memoria estuviese allí presente como un fantasma del pasado. Giré la vista.  Sentado delante de un piano amenizaba una de las terrazas de verano. Interpretaba aquella dulce canción que nos hizo sucumbir en la cima de una delicada armonía. Aquella sonoridad que desbarató nuestras almas para hacerla una sola, para cubrirla de besos y caricias.

            Aceleré el paso y me dirigí hacia él entre la multitud. Lo reconocí de espaldas. No podía ser tanta la suerte. Mi destino me devolvía lo que me había quitado. Me aproximé y mi consuelo desapareció como lo hace un espejismo. Era un muchacho interpretando una melodía. Me sonrió con dulzura, como sonríe un niño cuando juega con las olas tranquilas del mar. Me quedé allí, escuchando aquella canción, que había sido la banda sonora de mi vida.



PRÁCTICA PROFESIONAL

         Acabo de entrar en la sala de espera del Sr. Narváez; gerente de la empresa en la que trabajo. No sé qué querrá de mí, pero tengo que aparentar absoluta normalidad. Voy a sentarme en uno de los sillones cuando pienso, que en realidad debería haber ido antes al servicio y arreglar un poco mi corbata y mi pelo, y ver si tengo algo entre los dientes. Me paso la lengua por ellos. Así, uno por uno.
          Debería haber previsto que estaba presentable. ¿Para qué me habrá llamado? 
          El otro día, me llevé unos cuantos folios. Bueno, fue un paquete de quinientos, y ya estaba empezado,  ¿no lo hace todo el mundo?
            Se me ocurre, que tal vez hayan colocado cámaras para vigilar a los empleados sin decirnos nada, pero creo que esto… ¿no es ilegal? O hayan hecho inventario, y noten la falta del paquete de quinientos folios; con todo, si no tienen pruebas no pueden demostrar que fui yo.
             A no ser que…el otro día me quedé mirando las tetas de la Srta. Pilar y le dije alguna que otra cosa, como que buena almohada para una jaqueca o algo así, y ella no se lo tomó muy mal. Claro que me miró raro cuando bajé la mano un poco más abajo de su cintura. Lo hice con el máximo cuidado de que no pareciera que le tocaba el culo ¿se habrá chivado al director? Igualito las tías de ahora que las de antes, esas sí que sabían aguantar una broma, y un pellizco de vez en cuando en el trasero.
            Ya llevo aquí más de diez minutos. ¿Me estarán observando? ¿me mirarán a través de una cámara? Como en esas pruebas que los psicólogos hacen cuando observan a los niños a través de un cristal. Aquí no hay espejos, aun así, no debo parecer ansioso. Quitaré los brazos de los muslos y dejaré de mirar el suelo. Voy a enderezar el cuerpo y la cabeza. Me colocaré bien acomodado en este sofá, como el que está en casa de un amigo, eso es, muy bien. Con los ojos entreabiertos buscaré la cámara, tiene que estar detrás de un cuadro, o en una esquina. Objetivo: buscar el punto rojo.
            He echado un vistazo a esta diminuta sala de espera. He levantado la cabeza haciendo el que se acuerda de algo y he mirado, con verdadero interés artístico, los dos cuadros que cuelgan de la pared de enfrente y que son unos verdaderos bodrios. Me he puesto de pie y con minuciosidad microscópica me he acercado al que está detrás del sofá donde estaba sentado. Nada me hace indicar que exista la dichosa cámara. Me he vuelto a sentar, guardando la compostura por si acaso.
            De todas formas, haré una lista mental de aquellas cosas que puedan echarme en cara. Tienes que estar preparado para defenderte, diría mi tío Fermín, un pasante de tres al cuarto, pero con quince años de servicio en un bufete de abogados. A ver. Bolígrafos. Me he llevado unos cuantos a lo largo de años. Ellos no lo pueden saber, pero quizás, últimamente, con la crisis estén más intransigentes, pero nada, nada. Los bolígrafos se pierden y no digo, que alguna vez, me haya llevado alguno por “descuido” de los otros, se entiende. Lápices también, pero hoy en día ¿qué empresa quiere los antipáticos lápices a los que hay que sacarles punta cuando se les parte la mina? Hoy por hoy todo funciona con los malditos programas de ordenador. Yo les doy utilidad diaria. Son estupendos para los crucigramas, puedes borrar si te equivocas, con alguna que otra goma de la oficina, se entiende.
            Lo de la grapadora fue una cosa de causa mayor. Sencillamente no tenía en casa. En mi defensa diré, que fue la más vieja y que ya hacía falta reponer una nueva. En definitiva, que les hice hasta un favor.  A nadie se le hecha por esas minucias. Todo el mundo lo hace.
            Lo del tone de la fotocopiadora, es otra cosa, no es moco de pavo ya lo sé, pero eso lo tengo claro. Nadie lo sabe, de eso estoy segurísimo, y por vendérselo a mi cuñado me he podido ir ganando unas perrillas extras a lo largo de estos años.
            Nada, nada que puedo ir seguro. Narváez me llamará por… ¡no será por la hora y media del desayuno! La cotilla de la Srta. Bermejo ¿se habrá chivado? Aunque de vez en cuando le regalo una de las cajas de bombones que envían a la secretaria y me las quedo yo sin que ella sepa nada. Total, como estoy en la primera mesa de la planta, pegado a la puerta, el mensajero me las deja a mí. Encima voy de buena persona porque le ahorro de entrar en este bullicio: “no hombre, no se preocupe yo se las entrego”, “no, que va, para mí no es ninguna molestia”. Una para la cotilla y otra para mí. Ella es la única que sabe que ficho de falsete. Claro que también le he dicho que mi mujer, la pobre, está muy impedida y yo apuro este rato del desayuno para llegar a casa y ayudarla en sus cosas, a levantarla, a prepararle algún tentempié…Incluso a veces, hago una compra rápida.  No, no creo que se haya chivado. Y es que a mí me gusta un buen desayuno, reposado, con carajillo incluido y un poco de cháchara con los del bar. Claro que soy precavido, me alejo de la empresa. Me voy al bar de mi barrio.
            Una vez me llevé una silla de esas giratorias, claro que de eso hace mucho. Vine un sábado y cogí la silla de Almaráz, ese engreído pelota. La cogí y la monté en el coche. En casa la conservo, en la mesa de estudio del niño, que para lo que le sirve. Lo que me reí cuando llegué el lunes. Ese lunes vine temprano. No quería perderme su cara. La buscó por todas partes y pasó el día en un taburete. Como me miraba, con su cara de perro pequinés. Yo le devolvía la mirada y le decía, desde mi mesa interrogándole con los hombros y con la boca sin voz, que quien habría sido capaz de una cosa así. Lo que más pena me dio fue que echaron al conserje del edificio. El pobre fue el chivo expiatorio, ¿no se dice así? El chivo expiatorio. Aunque algo de todo esto aprendería, desde luego a tener más cuidado con las llaves, a custodiarlas como si fuesen la de su casa.  Llave de la oficina que aún conservo, claro que ya no sirve. La cerradura la cambiaron entonces, hace cuatro años, por una de esas nuevas de seguridad. En fin, cada etapa tiene lo suyo…
            La puerta del despacho se ha abierto. La secretaria con su desagradable cara de búho asoma sin sonreír.

            —Ramón Valdés —dice—. Ya puede pasar.




Hola, el pasado viernes, 27 de mayo, tuvo lugar la presentación del libro de microrrelatos del concurso del que quedé finalista. En realidad ha quedado una bonita recopilación con ilustraciones y todo.




UN ENCUENTRO FORTUITO

          Hola, aquí tenéis el enlace para ver, y si queréis leer, este relato que tantas alegrías me ha dado, pues ha sido premiado. Se trataba de añadirle un capítulo al Quijote, ya que estamos en el cuarto centenario de su muerte. El título venía de origen, así como el pareado que le sigue, literal de un mesón que está en la localidad de Benagalbón.

https://drive.google.com/file/d/0B3lM1-_lVM8HZUJuUExlVTFpbG8/view?usp=sharing

https://drive.google.com/file/d/0B3lM1-_lVM8HX2ZqYWsyOEhVMG8/view?usp=sharing

Hola, aquí os dejo el relato que quedó finalista del concurso de relatos del Círculo Bezmiliana y unas imágenes de tan emocionante momento.

LUNÁTICOS

En una vieja caravana de circo, la imagen de una mujer entrada en carnes figuraba encima del rótulo: “La Mujer Verde”. Al lado, otra imagen de un hombre con bombín y un generoso bigote anunciaba al “Hombre de Acero”.
—Será un bombazo. —Dijo la mujer—. Con nuestro regreso, el público volverá al circo.
—No creas. —Contestó el hombre—. El circo, tal y como lo conocíamos está muerto. Nadie creerá que tu piel es verde y mucho menos que naciste de un huevo, como nadie creerá que mis implantes de piel son de acero, reales…
—Entonces…Tendremos que regresar.
—Me gustaba este planeta…
Las calendas del mes coincidieron con una gran luna blanca y mágica en el horizonte; en poco tiempo alcanzó su cenit. La caravana, estacionada junto a otras en Huerta Julián, salió despacio de su aparcamiento, buscó un lugar apartado y desapareció entre haces plateados de luz.