TRAS EL MURO

TRAS EL MURO

Aquel hombre leía el periódico inmutable a lo que pudiera ocurrir a su alrededor. Lo leía en el bar donde desayunaba todos los días a la misma hora, en la misma mesa y habría de suponer que sentado en la misma silla. Tomaba un bollito de pan con aceite y un café doble con dos sobres de azúcar; “Pero ni esto le endulza el carácter”, pensaba Pedro, el camarero, que le depositaba el desayuno en la mesa sin esperar un saludo o una mirada. Igual ocurría cuando D. Ataulfo se marchaba. Dejaba la cantidad, exacta, sobre la mesa. Nunca una propina o un gracias.
Solía tomarlo (el bollito) lentamente. Despegaba la miga casi entera, sin desbaratarla, y en el hueco que dejaba, añadía un chorreoncito de aceite y lo volvía a tapar. Hasta aquí, cualquiera que lo viese de primera vez pensaría en él como un pobre y solitario anciano sin más compañía que su periódico y su triste bastón que solía colocar con el mango apoyado en la mesa junto a su brazo derecho. Más la realidad era otra y los camareros y convecinos lo sabían muy bien.
D. Ataulfo se sienta allí todos los días y lee el periódico, y cuando lo termina  hace como el que lee y mira a la gente de reojo. Si alguien se le acerca y amablemente se dirige a él, bien para preguntarle si la otra silla está ocupada, bien para disculparse por tropezar con la mesa en momentos de superávit del bar, o bien para cualquier otra cosa, él hace como el que lee y no se inmuta. Piensa que la gente es estúpida, que la humanidad está llena de estúpidos lerdos a los que la cultura no les interesa, que la humanidad es ruidosa y ordinaria y cualquier metal de voz le desagrada como el graznido de un cuervo.
D. Ataulfo es inflexible en sus pensamientos. Opina que todos debieran ser como él, hombre de porte intelectual, que baja desde su olimpo de sabiduría a aquel bar, pozo y antro de descalabro, donde hay seres soeces que se comunican entre ellos con amplias sonrisas. Y lo hace (bajar a los infiernos, como él piensa) solo para no caer él mismo en este desbarajuste mental que él considera la nueva sociedad y porque Rosa, su mujer, se lo dijo varias veces antes de irse para siempre “Ataulfo, querido, cuando yo no esté no olvides estar con más gente”.
La inflexibilidad de pensamiento y normas de don Ataulfo se hace eco en la dureza de sus articulaciones, secas y chirriosas, y en la rigidez enfermiza de sus costumbres. Todo lo hace a la misma hora y de la misma forma. “Manías de viejo” dice él, aunque sabe que es mentira.
Todos los días se levanta de la cama de matrimonio de la que solo usa uno de los lados, el suyo, respetando siempre el lado que fuera de su mujer. Hace la cama casi sin desbaratar y se dirige al baño no sin antes poner su disco favorito, sí su disco.  Siempre defendió la magia sonora de los discos de vinilo y desdeñó el exceso musical de los CDs y de aquello a lo que llamaban mp3 “con el que al parecer podías acumular hasta más de dos mil canciones”,” ¡que absurdo!” y se pone a hacer cálculos acerca de cuánto podría tardar una persona en escuchar las dos mil canciones “si son aproximadamente de tres minutos cada una…tres por dos mil…¡casi cuatro días seguidos!, ¿Cómo le pueden gustar a uno dos mil canciones?¡absurdo, este mundo se está rigiendo por lo absurdo!” echa un bufido especie de resoplido y coge  el disco de Dmitri Shostakovich – Romance, de la Suite The Gadfly, y siente que su dulce violín lo transporta a tiempos pasados. Resurge entonces la imagen de su mujer, la de los últimos años, con arrugas y canas y con aquella expresión en sus ojos que nunca envejeció, de niña bondadosa y que solía mostrar cuando él se enfadaba, “divina paciencia la suya” piensa y si cierra los ojos, cree místicamente que el tiempo y él están atrás en el pasado. Entonces puede escucharla caminar con aquel andar cansado por el corto pasillo y recupera la sensación de todas aquellas mañanas cuando se acercaba a él desde la puerta del baño y le decía que parecía un muchacho, y coqueta le miraba a los ojos y le preguntaba que si este hombre tan guapo querría desayunar con ella. Dos lágrimas recorren sus mejillas y se mira al espejo, “estoy viejo” piensa y sale del único sitio donde se auto permite llorar.
Con lentitud coge sus ropas y se viste con desgana. Con paso lento se dirige a la puerta de salida, coge su bastón, entonces se yergue todo lo que puede y aunque su intelectualidad le impide salir siempre de casa con el pie derecho, lo hace. Cierra la puerta con fuerza y echa la llave.
A las nueve y cinco llega al bar. A las doce regresa, antes, un pequeño paseo por la acera del parque cercano. Llega hasta el quiosco, lo bordea y regresa por el mismo camino. Cuando son las doce treinta está abriendo la puerta del bloque donde vive, sube hasta la tercera planta y una vez en casa, suspira.
Ya ha recibido hoy la dosis de humanidad a la que odia; odia su fealdad, su simpleza. Su alegría.
Sus circulares pensamientos y la intransigencia de sus hábitos, le crean un exceso de energía que explosiona cuando algo no está como él desea, y se desparrama sobre aquello que tenga más cerca, aunque sea él mismo, lo que últimamente ocurre a menudo; cuando sus dedos deformados no pueden coger bien el cuchillo de cortar el pan, se cae algo al suelo; un papel, un cinturón, rompe un plato, o…se le escapa alguna gota... “que estoy torpe Rosa” le dice al recuerdo de su mujer y se imagina que ella está en la cocina sonriendo.
Don Ataulfo se ha hecho famoso en su barrio, los niños lo llaman “Don Ataúd”, por serio y gruñón y cuando esto sucede levanta un bastón asustado y desobediente, que no responde ni a su coraje ni  a sus fuerzas,  y  “surge temblón el muy cobarde” piensa, aunque él solo pretende asustar y que le dejen en paz.
Aun así tiene que reconocer que tarde o temprano tendrá que doblegarse a esta nueva humanidad gritona y chirriante,  y es que su curvatura lumbar, la que disimula cuando sale de casa, hace tiempo que se lo viene avisando. Lo que más le pesa es hacerlo en soledad “solo soy un pobre y solitario viejo sin más compañía que un periódico y un triste bastón,  Rosa”. ©