La Partida

            Regaba las macetas del patio cuando sin querer se enteró de la noticia. Había escuchado a su madre comentar a una vecina que José,  se marchaba aquella misma mañana en el tren de las once treinta.
            Dejó caer la regadera en el suelo y la confusión del agua atrajo ecos de voces pasadas donde José, su José, en amores secretos, le había susurrado  que la amaba. 
            Corrió hacia la puerta principal de la casa, no sin antes, echar un vistazo al reloj tipo carrillón que presidía la entrada. Mostraba las once menos diez, aunque la aguja larga ya había sobrepasado la X.
            De nada sirvieron los gritos de su madre que le decían, que al menos, se peinara. Dejó la puerta abierta y salió corriendo calle abajo. Sus pies se deslizaban con la rapidez que le permitía la calza ortopédica de su pierna derecha. Lo hacía con plena conciencia de la resonancia que provocaba al chocar contra los ladrillos del suelo; clac – clac - clac.
            La había mirado sin ver su defecto. “Sólo veo unos preciosos ojos que imploran amor” le había dicho entre caricias, y aquella noche, cuando le abrió de par en par las ventanas de su balcón, José entró como un ladrón entre las sombras.
            La brisa de la mañana levantaba la falda de batista amarilla con la que aquel día se había vestido. Dedujo con rabia, que dejaba ver con plenitud la desigualdad injusta de sus dos piernas; la buena y la mala, la bonita y la de palo; sin nada entre sus huesos y su piel.
           El tranvía y ella llegaron al mismo tiempo a la parada. 
         No paraba de desplazarse a lo largo del vehículo. Lo recorría una y otra vez con una mano agarrada a la barra superior que lo ensartaba, solo la soltaba de vez en cuando. Entonces, apoyaba la otra mano en el respaldo de algún asiento, ponía su cara pegada a la cara del pasajero que iba sentado y comprobaba en qué calle estaba.
            Un pasajero, al que estaba poniendo nervioso, le cedió el asiento, y aunque no confiaba mucho en su pierna mala a la que llamaba “flaca”, cortésmente se negó.  
            Tenía la convicción de que si permanecía en pie, el tranvía, en sinergia con sus deseos, iría más rápido. Deseaba despejar la negrura que había invadido la alegría de la mañana. Despejar la duda inconfesable de un porqué o descubrir con una punzada de muerte la cobardía de un canalla.
            Así, en los minutos que el tranvía permanecía en las paradas para que subieran más viajeros, movía la pierna y taconeaba con la calza. La hacía tamborilear contra el suelo de madera del vehículo insistiendo en mostrar su impaciencia.
            Por un momento, con ojos llorosos pensó, que si gritaba el motivo de sus prisas todos los pasajeros alentarían al conductor a coger más velocidad, a pasar las paradas de largo como si estas no existiesen. En ese mismo instante, también pensó, que era una idiotez y preguntó la hora a una mujer de cierta edad que iba sentada.
            —Las once y veinte pasadas.
            La siguiente era la parada de la estación. Taconeó con más  nervios hasta que bajó de forma atropellada y pidiendo disculpas a todo el que bajó con ella.
            Entró en la estación de trenes. Corría con la “flaca” desmadrada hacia el andén número dos. Se escuchó un silbido largo que la apremiaba, corre, corre y con el silbido aceleró el paso.
            Tropezó con un señor de poderosos bigotes. El hombre se tambaleó y ella cayó al suelo sin saber muy bien que había pasado. Con movimientos torpes se incorporaba con la ayuda de dos mujeres que al verla caer acudieron en su ayuda. Otro pitido, un poco más largo que el anterior, se dejó oír. “Gracias, gracias” dijo con premura y notó un intenso dolor en la “flaca”.
            Corrió hacia las puertas que dan acceso a las vías mientras a lo lejos, la campana de alguna iglesia cercana anunciaba que se acercaba la media. Aceleró sus quebradizas zancadas. La segunda campanada la escuchó entremezclada con su propia respiración. El ansia de oxígeno en sus pulmones la hizo parar en seco y escuchó la tercera. Apoyó sus manos en ambos muslos, inclinó el cuerpo y vio la herida; una piel abierta, como una llaga hambrienta, mostraba parte de la rótula. Inspiró dos veces y levantó la mirada. La parte trasera del tren se hacía más pequeña y el tañido de la última campanada anunció una premonición. ©