EL CARPINTERO JOSE



EL CARPINTERO JOSÉ

El camino se hacía cada vez más pedregoso y la incomodidad de María se hacía más patente. Permanecía callada, y solo resolvía a dar un profundo suspiro con cada punzada de dolor. Con una mano se apoyaba en el lomo de la burra, y sostenía con la otra su barriga de embarazada
Su dulce María, su dulce niña asustada. 
José la miraba silencioso y ella le sonreía con aquellos ojos negros llenos de dulzura y miedo. ¿Qué hubiese sido de tí, mi dulce niña?
Mientras tiraba afanoso de la burra, algo testaruda, pensaba cómo a un carpintero solitario y viejo como él, al final casi de su vida, esta se gira, se vuelca, se vacía de lo que era y se llena de otra vida que no iba a ser la suya, que no le pertenecía.
María, aquella niña que vio crecer, aquella misma que reía con su prima. ¿Cómo se llamaba?...Isabel, sí  Isabel. 
Reían cada vez que jugaban al escondite, o cualquier otra cosa, y se escondían en su carpintería. Sí, aquella dulce María de ojos risueños y felices era ahora su mujer, y estaba embarazada de un hijo que no era suyo…
José, amigo de Joaquín y Ana. José, su vecino desde…siempre. 
Aquella noche escuchó los sollozos. Primero pensó en Ana, pero casi un instante después se dio cuenta de que era Joaquín, su amigo, el que lloraba con un profundo tormento. A través de la fina pared que compartían escuchaba también a María que le decía, "padre no se preocupe, Dios está con nosotros, nos ayudará". Pensó José en la muerte de algún familiar y acudió a consolar a su amigo. Pero la causa de aquellos llantos llenos de angustia no eran por la muerte de algún ser querido. "Ojala hubiese sido eso", le dijo después Joaquín, cuando le confesó el motivo de su agonía. 
Su hija, su única y querida hija estaba embarazada, y la mente de la muchacha, la había engañado haciéndola creer que su hijo, era el hijo de Dios. Que un arcángel del Señor se le había aparecido y que con extrañas palabras la había bendecido y llenado de gracia. Que ella era bendita entre mujeres y que bendito sería el fruto de su vientre. El hijo de Dios, un niño al que llamaría Jesús.
Joaquín consternado, apoyaba los brazos en la mesa que hacía años le había hecho su amigo José, y poco a poco se empapaba con las lágrimas que oscurecían el tablero ¿Qué vamos a hacer? ¿Qué vamos a hacer? repetía una y otra vez.
De madrugada regresó José a su casa, se acostó cansado y con el alma dolorida, sufría con la desventura de sus amigos y vecinos Joaquín y Ana. Pobre María, pobre niña María, largo camino el que le quedaba por recorrer, pensaba. Sería el escarnio de la comunidad y Joaquín, su amigo, tendría que repudiarla. Qué sería de aquella dulce niña, llena de alegría. Agotado se quedó dormido, y  aquel extraño sueño apareció.
Y así fue como a las pocas horas regresó a casa de su amigo y le dijo "Joaquín, yo seré el padre de tu nieto". Y así sucedió, se casó con María, y ahora estaba aquí, a medio camino de Belén, con María a punto de dar a luz y sin ningún lugar en el que cobijarse. Se sentía cansado, era demasiada carga para un viejo. 
Mi dulce María, se decía para sí, si fuese joven ya habríamos encontrado una posada libre y no habríamos tardado tanto en llegar. María le sonreía a medias. Su cara empapada en sudor y el ruido sordo del dolor de las contracciones avisaron a José de que el niño ya estaba de camino. 
José, anciano José, asustado, con su adolescente, embarazada, mujer.
Vio un establo a lo lejos y allí se dirigió. En él buscaron cobijo y allí, entre premonitorios dolores, nació el niño.
José, inexperto y asustado José. Sostuvo al niño entre sus brazos, lo limpió y lo arropó. Se lo entregó a María que sonreía cansada y acariciaba la cabecita de su hijo y volvía a sonreír al ver la cara de José." No temas José", le decía.  "Dios está entre nosotros".
Al poco tiempo se extrañó José al ver unos pastores dirigirse hacia aquel establo donde la tenue luz amarillenta de su farolillo parecía brillar más que nunca. Inundaba de reflejos dorados todo el establo y comprimía la oscuridad que lo rodeaba. Uno de los pastores preguntó que donde estaba el niño que acababa de nacer y José, asombrado José. Sabio y bondadoso José, lo cogió entre sus brazos para mostrarlo. Lo miraba también extasiado y acarició su carita. Aquel niño agarró su arrugado y huesudo dedo de carpintero con su pequeña mano. Los pastores se postraron y José miró aquel cielo estrellado de hace más de dos mil años. El mismo que aún vemos cuando lo miramos en una noche despejada, y José, el viejo José lloró. El universo en forma de amor se había alojado en su corazón y entonces asintió,  “hágase pues, la voluntad del Señor”. ©
FELIZ NAVIDAD

GUSTAVO,GUSTAVITO,GUSTABÍN


GUSTAVO, GUSTAVITO, GUSTABÍN

A Gustavo, Gustavito o “Gustabín” como lo llamaba su padre, le gustaba jugar al ajedrez. Cuando su padre lo llamaba con voz de tenor solitario, —Gus-ta-bín…—,  hacía resonar el “bin” como el timbre de una bicicleta y dejaba el eco resonando en tu mente (bin bin bin).
A Gustavo, Gustavito o Gus para los amigos, aunque nadie lo llamaba así, le gustaba el niño que veía en el espejo, —eres un lord— le decía.
A Gustabín (bin bin bin), lo educaron para ser el mejor, pero a falta de serlo, (el mejor me refiero), no tuvo reparos en creérselo. A esto contribuyó el apoyo de su amado padre que veía en el niño un reflejo de sí mismo. También se llamaba Gustavo, aunque hacía mucho que a él no le llamaban Gustabín y por su puesto no hubo nadie que lo llamase Gus, tenía un cuello que creció hacia adentro, tan corto y tan tímido que lo llevaba bien agazapado, oculto tras la enorme barriga que abrazaba todo el cuerpo. No puedo decir que tenía dos piernas, alguien como él solo podía tener patas, dos patas de alambre peludo que en verano solía cubrir con un albornoz, fuese agosto y el sol derritiese hasta las buenas intenciones. Como decía, solía llevar un albornoz aunque fuesen las cuatro de la tarde, pero de vez en cuando, con alguna brisa o en un descuido al sentarse en uno de los pomposos sillones de mimbre, salían ellas, las patas, explícitas en todo el esplendor de su fealdad y entonces tú te preguntabas como aquellas piernas de paralítico podían sostener aquel tronco de baobab. Su voz cavernosa retumbaba en los espacios cerrados como un aria sin música pero tan llena de pedantería como un cortesano de Luis VI.

Gustavo, Gustavito o Gustabín (bin bin bin) era pues un clon de su padre, una reproducción exacta en tamaño mini, como si fuese un suvenires o un llavero. Del niño en la escuela y del padre en el trabajo se reían todos y al niño solo le faltaba la pipa en la boca, se creía un gentleman ingles al mas puro estilo parental pues este no paraba de decirle “Gustabín (bin bin bin) eres un lord” y con esto se piropeaba a sí mismo, en el reflejo genético de su esnobismo.

Los hermanos de Gustavo, Gustavito o Gustabín (bin bin bin), vivían en la sombra espectral que tanto su padre como él desplegaban, pues solo ellos formaban un universo paralelo retroalimentado en su mutua admiración y donde el reflejo de las cosas se distorsionaban bajo su profundo y gran ego.

— Querido Gustabín (bin bin bin), has visto, todos nos respetan y envidian. — Le dijo dando amplias zancadas de importancia.
—Sobre todo cuando me dieron el diploma de participación.
—Sí Gustabín (bin bin bin).
—¿Viste mi movimiento de alfil antes de que el otro me comiera la torre?...Era para despistar. — Dijo en tono triunfal.
— Sí, y ahora mismo lo vamos a celebrar.

Eran el hazmerreír cuando ellos se pensaban estar en el más excelso de los deseos de los demás, y ambos festejaban las mediocres acciones fuesen notas o campeonatos a los que se inscribía.

Aquel verano marcó el inicio de una adolescencia ¿rebelde?, no, extraña.
—Gustabín (bin bin bin) has terminado el curso y este año solo te ha quedado una. ¿Qué te gustaría que te regalase hijo?
—Pues… no se, papi ¿podría ser algo…que no fuese una cosa?
—Por supuesto Gustabín (bin bin bin) — y le revolvía el pelo con su enorme mano en la que lucía un enorme sello herencia de la herencia de otra herencia de un tatarabuelo ladrón.
— Me gustaría que cenáramos en el Maxim’s de París.
—Excelente idea Gustabín (bin bin bin).
Y le entraba un regocijo, un regusto… que hijo tengo, dios mio, que hijo tengo pensaba, mientras mostraba la más de las condescendientes de las sonrisas.

Ambos constituían un claro ejemplo de la decadencia humana en el terreno de lo esnob, eran los representantes de una clase, llena de obsoleta prepotencia que los hacía caer en el más excelso e irrisorio de los ridículos. Eran bufones de su propia egolatría y el objetivo de chanzas, siempre a sus espaldas, en cualquier circulo, reunión o lugar donde estuviesen, pues nunca se desprendieron de la petulancia ni de la pesadez de sus conversaciones monotemáticas que solo giraban en torno a ellos.

Fue creciendo entre los halagos hipócritas de los que le rodeaban, porque tenían el dinero suficiente (ya dije herencia de antepasados) que pudieron conservar con el esfuerzo de sus tiranizados empleados, en fin “en tiempo de crisis el tirano crece”, pero penosas inversiones dieron al traste con sus vidas regalonas y la realidad les explosionó con inesperada dureza. Gustavo, Gustavito, Gustabín (bin bin bin) y su padre continuaron siendo unos pedantes engreídos, solo que ahora nadie disimulaba su antipatía hacia ellos.©

—FIN—

LA CATARSIS DE LA CRISÁLIDA



Esta carta la encontré debajo de la silla del bar en el que me senté, estaba dentro de un sobre en el que no aparecía destinatario alguno. Antes de ver su contenido imaginé que era dinero y al no ver que era así la guardé en el bolso con el propósito de tirarla en la primera papelera que encontrase. Con ella anduve el resto del día sin acordarme. Cuando llegué al hotel pensé que si había sido mi polizón durante tantas horas merecía que la leyese y así fue, aquí está porque valió la pena.


La he llamado,


                                   “LA CATARSIS DE LA CRISÁLIDA”

                                                                                                                   Marzo de 2012



           Delante del ordenador, sin saber si ha pasado un rato o solo unos pocos minutos, esta página en blanco me llama solícita, y siguiendo el impulso hipnótico de su reclamo he comenzado a escribir. A escribirte.           
           Es una necesidad que siento extraña y no sabría explicar con que motivo ha surgido, quizás sea el momento de hacer real nuestra ruptura, y confirmar que mi vida ya es otra.
Que yo siempre te quise más, no cabe duda. Tú y yo lo teníamos claro, a mí no me importaba, y una mirada tuya era bastante para que yo, tu perro fiel, tú sombra, te adorara. No era solo amor.
           Tuvimos buenos tiempos, tiempos en los que fuimos felices, doce años no desaparecen de un plumazo aunque el final haya sido amargo. Sobretodo para mí.
Quizás, cuando pase el tiempo nos acordemos de aquellos años con añoranza, al menos eso espero, no por el amor perdido, pues ya no sentiremos nada el uno por el otro, solo quedará la nostalgia de la juventud perdida, de aquella felicidad que, asustada, se fue por entre las grietas que fueron apareciendo a nuestra relación.
          Como si de una proyección de mí mismo se tratase, guardo la imagen en mi mente de dos jóvenes adolescentes. Tú y yo. Era verano, estábamos en la playa, recuerdo nuestras miradas y aquellas ganas locas que tenía por besarte, acariciaba tu pelo brillante y húmedo y aún conservo en mi retina tu mirada, tus ojos de niña, tus ojos de cuando aún me amabas.         
         Descubrimos muchas cosas, crecimos y maduramos, nos hicimos hombre y mujer y en esta evolución tú te apartaste de mí, yo lo hice contigo, no me estorbabas yo a ti sí.
Y que me dirías de nuestras risas ¿te acuerdas? Armadura de nuestra relación, era el talismán que nos protegía. Siempre creí que sería la fuerza invisible que nos uniría hasta que fuésemos dos ancianos, pero dejamos de reírnos y dejamos de ser cómplices. Creo que era, que fue, nuestra primera grieta.
No tuvimos hijos, cuando te lo propuse lo primero que me dijiste fue que yo era un egoísta, y que tu cuerpo no sería el mismo, que te estropearías, sí, eso dijiste exactamente, que te estropearías. Te respondí que no me importaba, que siempre te querría, y lo decía de veras, pero tú no quisiste saber nada más y me conformé.
          Deseaba tenerlos y renuncié por ti, solo por ti. El mundo llegaba a mí a través de tus ojos, de tus oídos, de tu boca. Tú eras el filtro de mi voluntad, y terminé convirtiéndome en tu marioneta, tu pelele, tu felpudo.
Aun así durante la transformación fuimos felices o al menos yo si lo fui, compartíamos nuestras vidas entre el trabajo y nosotros, yo no necesitaba nada más, pero me pediste espacio y por darte, te di hasta el mío. He sido tu amigo, tu amante, tu paño de lágrimas, tu fan en tus tiempos duros y mis brazos un refugio donde acudías en los días de tristeza. Nunca te pedí nada,  que la vida te llamaba decías, que conmigo habías estado muerta, que la sensación que tenías de nuestros años juntos era como el de una hibernación de la que despertaste, según tú a tiempo, a tiempo ¿de qué?
Que querías volar, cuando a mi me cortaste las alas, ironías, no te diré que de la vida, bastante tiene la vida con serlo, ironías tuyas, egoísmo pueril, no fuiste franca y te anduviste con rodeos, sencillamente te cansaste, era duro el día a día, el mantener una relación y el cariño, no fuiste valiente o es que ¿solo te dejaste querer? no te  esforzaste, claro que no. Si alguna vez fuiste feliz fue gracias a mí. Nunca buscaste momentos, rincones, sorpresas, y al final te olvidabas de nuestras fechas, aquellas, las que eran solo nuestras.
¿Te acuerdas de las cenas que te preparaba a la luz de las velas? ¿El resplandor de estas sobre la pared, sobre el techo? y ¿nuestras sombras?, proyecciones de felicidad, mientras nos besábamos. Recuerdo la que abrió otra grieta, cuando llegaste demasiado cansada, demasiado tarde. Las velas se consumieron y a mí me consumieron las dudas.
          Te esperaba en el sofá de casa a media luz, te había hecho no se cuantas llamadas perdidas a tu móvil. Abriste la puerta despacio creyendo que dormía, pero te enfadaste al ver que había estado esperándote “¿Qué haces?” Dijiste “¿ahora me espías?” No supe que contestar. Y seguiste, que si tuviste que apagar el móvil, que si era un pesado, que si te había dejado en ridículo: “¿no sabes que estoy trabajando?¿a que viene tanta llamada?...”  Te dejé hablar, en ese instante supe que ya no me querías, y que posiblemente ya pertenecías a otro, pero deseché esta idea de inmediato porque me haría tanto daño que no podría resistirlo.
Antes de que me dejaras, la soledad se hizo amiga mía, me acompañó a todos los lugares, incluso hubo veces que compartimos buenos momentos, momentos en los que reflexionábamos y me preguntaba ¿Por qué te quería tanto?
Cuando te fuiste en busca de “tu vida”, (curioso que ir junto a otro hombre lo llamaras así), a la soledad se unió otro compañero. Sus grados envenenaban mi sangre pero relajaba mis pensamientos, al menos, al principio. Después se convirtió en mi enemigo, se hizo yo,  habló por mi boca y actuó con mi cuerpo, las borracheras fueron cada vez más seguidas y cada vez más inconscientes.
Fui perdiendo cosas, importantes, aquellas que la sociedad considera imprescindibles para que permanezcas en ella como un digno ciudadano, como una persona, como un miembro más de su selecta colectividad. Primero te perdí a ti, después mi dignidad, lo tercero fue el trabajo.
          Años de duros esfuerzos, de continuo demostrar que vales, de capear con los clientes, con los compañeros, con los jefes, y cuando bajas la guardia, te desligas un poco porque en ese momento no puedes ser el que era, porque tu realidad se ha roto, porque ya no eres tú, porque se te ha escapado media vida y necesitas que te traten como un ser humano, entonces, solo eres un número más en la cuenta de resultados, solo un nivel de rentabilidad en la empresa, y cuando ya no lo eres (rentable, me refiero), te dan la espalda, te llaman al despacho, sí a ese despacho y con unas palabras que quieren parecer de aliento ¿de aliento?, te dan una palmada en la espalda que es más bien  un empujón para que cojas, lo antes posible, la calle.
Sí, me quedé en la calle, la puerta acristalada de la multinacional en la que trabajaba quedó a mi espalda. Los coches pasaban a toda velocidad por la amplia avenida. La dividía en dos una hermosa mediana verdeada por el césped en la que se erguían esbeltas palmeras cuyas palmas, mecidas por una suave brisa, parecían saludarme con languidez. Olía a primavera, ¿responsables? los azahares de los frondosos naranjos que adornaban las aceras. El sol calentaba con regusto, quizás por esto o solo por cobardía deseché de inmediato la idea de lanzarme a la carretera que se me había presentado en la cabeza y así perecer bajo alguno de los vehículos que la atravesaban, y como no soy egoísta, ya lo sabes, también pensé en el desgraciado que caería con mi muerte en su consciencia. Me di media vuelta, busqué el paquete maltrecho de tabaco que guardaba en uno de los bolsillos de la chaqueta y cogí un cigarrillo, mientras lo encendía con una profunda y decepcionada calada me dirigí al bar más cercano (necesitaba el agrio olvido corriendo por mis venas) y más alejado (me avergonzaba encontrarme con alguno de mis excompañeros) de aquel sitio.
No he de decirte, pues ya lo sabes, que tras esto vino mi total declive. Tu ya no estabas, pero lo sabías, también perdí la casa, nuestra casa.
Cuando te fuiste decidiste que yo me quedase en ella, tú tenías donde ir, en eso quizás me favoreció tu egoísmo, aunque no del todo pues también me quedé con los gastos. Perdí la casa, y tras muchos vaivenes de los que apenas tengo un recuerdo nebuloso adquirí otro ex, ex hogar.
Tú viniste, después de meses de no verte, regresaste, pero solo de visita. Bella como siempre, tu pelo castaño y brillante desprendía aromas de canela. Yo estaba sentado en una silla de la cocina, solo puedo recordar tus botas que se movían de un lado para otro como las de un coronel y tus manos que se movían con la intensidad de tu enfado, no mostraste ni un ápice de piedad, y recuerdo que lo mejor que me llamaste fue “desecho humano”, pero esto no fue lo peor. El hecho de que yo, en algún momento hubiese esperado de ti que me tuvieses algo de compasión, me humilló más que tus palabras y me sentí como un gusano.
Al tomar conciencia de como me sentía se operó un cambio en mí, algo parecido a una metamorfosis. Fue el culmen o el inicio, no sé, de un proceso que había comenzado con tu abandono, hasta del estiércol pueden brotar flores bonitas.
En realidad no me daba cuenta de que solo creía que estaba perdido sin ti, y aceptaba mi condena sin saber que no estaba sentenciado. Que el estar contigo era como ser aquel preso que con grilletes vive encadenado a un grueso muro en un oscuro y húmedo calabozo, y era incapaz de percibir, que con cada pérdida que sufría se rompía un eslabón de la cadena que me aprisionaba, así, hasta que al perderlo todo también rompí mis ligaduras.
Como te di mi libertad cuando estaba contigo, al irte la recuperé, fue un largo y duro proceso, un renacimiento y mi vida la atrapó con ansia, con deseo y con inexperiencia. Vagué, vagabundeé y descubrí el mundo. Soy su viajero, un explorador, y un coleccionista de vivencias. He vuelto a disfrutar de amaneceres, nuevos y distintos, de noches sin estrellas, o de otras donde la luna llena ha alumbrado mi camino, de ciudades y gentes desconocidas e insólitas, de amigos ocasionales y quién sabe si algún amor, quizás esta vez el verdadero, sabes que soy un romántico.
Gracias a tu olvido recordé quien era, yo al menos no me arrepiento de nada, y si naciera otra vez, volvería a quererte. No reniego de cada etapa de mi vida, todas estaban proyectadas, todas han sido necesarias para llegar aquí.
Por eso, hoy, cuando caminaba por la aceras de Estambúl, antes de embarcar hacia oriente, decidí entrar en este locutorio, sentarme delante de este ordenador y escribir. En un principio dije que era una necesidad y que no sabría decir el motivo, en este momento lo veo claro. Para cerrar mi círculo, para cerrar definitivamente la puerta, es necesario que te perdone y así lo he hecho, ya lo había hecho, aunque ni yo mismo lo sabía.
Desde que pude pensar en ti sin sentir que el corazón se desgarraba, sin sentir un nudo en la garganta. Desde que el dolor desapareció y el rencor dejó paso al sosiego, desde ese instante en que la ilusión regresó, desde entonces ya tenías mi perdón, solo queda darte las gracias aunque nunca las recibas, ya puedo marchar en paz.
              Miguel  ©




MAJEMECA

Ya está publicado en Bubok mi libro de relatos "En la memoria de los sueños". Está disponible en majemeca.bubok.es

Mientras preparo el siguiente, aquí tenéis algunos relatos. Espero que os guste.