Este relato es continuación del relato, “El carpintero José” de diciembre de 2012.

LA NOCHE DE LOS COMETAS

María, recostada sobre un montículo de paja cubierto de unas mantas, cogió amorosa a su hijo Jesús y le besaba la frente y las manitas. José miró al exterior y percibió una esfera minúscula y trasparente que despedía una luz brillante y dorada. La miraba extasiado y se sobresaltó cuando la vio dividirse en multitud de estrellas, como una enorme bengala. Partieron en distintas direcciones, algunas subieron hacia el cielo y parecieron mezclarse con el resto. Otras partieron hacia los pastores y gente de los alrededores, y como para Dios el espacio y el tiempo no son un misterio, una viajó al pasado, al encuentro de unos magos a los que había servido de guía durante meses.
Aquella noche los magos se encontraron y sin saber por qué o como, se reconocieron sin conocerse y supieron que habían llegado puntualmente a una cita de la que fueron conscientes solo cuando se descubrieron.
Uno comentó que había atravesado las grandes montañas de los Urales, era casi un anciano y sus barbas blancas destacaban la dulzura de unos ojos celestes como un cielo limpio. Se llamaba Melchor. El segundo dijo que venía de un poco más al sur, que había cruzado el  gran río Ganges no sin dificultad. Su tez era más oscura, del color de la tierra mojada, y sus ojos marrones y profundos describían la serenidad del que está limpio de conciencia, su nombre. Gaspar. El tercero de piel como el ébano y ojos oscuros como una noche sin luna, comentó que venía de más allá de las altas cascadas del Nilo. Baltasar dijo llamarse.
Los tres coincidieron en que habían estado estudiando los cielos y habían hecho multitud de cálculos matemáticos. Eran sabios y habían concluido que era algo grande lo que habría de ocurrir y llevaban más de un mes siguiendo a la estrella que parecía la clave de todo.
En otro lugar, un grupo de pastores se cobijaban alrededor del fuego. Comentaban los sucesos del día, y el frío que estaba haciendo. Advirtieron una forma incandescente y minúscula que flotaba alrededor de ellos. Creyeron que era una chispa del fuego que acababa de crepitar, pero al cabo de un momento se dieron cuenta de que era otra cosa. La incandescencia comenzó a expandirse hasta convertirse en un Ángel con los destellos de un espejo de oro y de alas trasparentes.
Temerosos se escondieron tras unos matorrales, pero como la forma desprendía amor  se sintieron acogidos como en el abrazo de una madre. Escucharon una voz sin sonido que les anunciaba que aquel que esperaban había llegado. “Es el salvador del mundo, el amor hecho persona, el hijo de Dios que se ha hecho humano”.  Ellos no entendían muy bien el mensaje, aunque supieron de inmediato que el Mesías de sus profetas había nacido. La calidez y armonía que desprendía la figura hicieron que perdiesen el temor inicial. Cogieron algunas de sus cosas; pan ácimo, requesón y pieles de borregos y siguieron a la figura hasta que vieron a lo lejos el resplandor que les advertía que allí estaba el niño que buscaban.
Los magos llegaron después, habían errado el camino. Creyeron que el Mesías nacería en un castillo, rodeado de parabienes y llamaron a las puertas de Herodes. Presintieron que habían cometido un grave error y que muchos inocentes pagarían por su descuido.
A la ofrenda de los pastorcillos se unió la de los magos. Un poco de oro. Piedra filosofal, metáfora del conocimiento, de las leyes del universo, de lo conocido y de lo por conocer. Incienso, con el que reconocían la deidad de aquel niño que acababa de nacer y Mirra, premonitorio de su sufrimiento y sacrificio y a su vez símbolo de la finitud del ser humano.
José miró entonces al niño y a María. Algo la perturbaba.  Poco podía imaginar que a la alegría que representaba la llegada de este hijo se unía un gran e inexplicable dolor y sufrimiento. María acariciaba la cabecita de su hijo y lo acurrucaba en un gesto de protección. No sabía José que se ahorraría todo este sufrimiento terrenal.
Sonrió a María y besó su frente. Vio los ojos de María bañados en lágrimas y desconocedor de lo que ella sentía le dijo que no se preocupara que él permanecería con ella y que la cuidaría, que los cuidaría, a los dos. Después levantó el rostro y miró al cielo azul y estrellado. Sintió. Que si cada uno viene al mundo con una misión. Con un destino. Él había cumplido con el suyo. ©


FELIZ  NAVIDAD

NOCHE DE HALLOWEEN



Sabes que es Halloween, es aquí donde empieza la historia y has decidido ponerte en situación. Es importante para este relato. Está escrito para esta noche.
Ponte en tu lugar preferido, ese sillón en el que te acurrucas en las noches de invierno. Apaga todas las luces y deja sólo esa lamparita que tienes al lado. Apaga también la tele si la tienes encendida y desconecta el teléfono. ¿Lo has hecho ya? Bien, ahora estas en condiciones.
¿Cómo?, ¿te molesta hacer todo esto por una fiesta que no nos pertenece?, ah que es importada, me dices. Y se te viene a la cabeza la fiesta a la que realmente ha sustituido; la noche de difuntos.
Difuntos. Se te hace extraña la palabra, y tienes razón, no suele emplearse, huele a la parca, a la de verdad, a la de uno mismo. En la actualidad se habla de muertos, restos, cuerpo, materia al fin y al cabo. Consideras que difuntos es una palabra enigmática, envolvente. No sólo implica al cadáver, también todo lo que la persona era. Su esencia. Piensas que cada individuo es único y es ahí donde radica o radicaba al menos su valor como persona. Recuerdas todos tus difuntos. Y otros que no te pertenecen.
En la penumbra en la que permaneces tus temores traspasan la barrera de lo inconsciente, de aquello de lo que no te quieres acordar, y tus terrores, aquellos que apenas parecen caricaturas con la luz del día se aferran a ti.
Piensas que es esta una de esas ocasiones donde el destino, hado o como lo quieras llamar, suele hacer una de esas jugadas que tanto le gustan y apagar o cortar la única luz de la que dispones en este momento, y te arrepientes de no haber puesto a tu alcance una vela o linterna. No quieres seguir pensando en esto, a veces estas cosas ocurren y no sabes si es precisamente por eso, por pensarlo, por lo que suceden o simplemente lo piensas, en una fugaz premonición, porque va a pasar.
 Tienes ganas de dejar de leer esto que ahora lees, de encender las luces y el televisor. Buen invento el televisor cuando estas solo en casa, lo enciendes y así cualquier ruido extraño  parece que sale de él, o quizás… no. Pero no quieres, no eres un cobarde y vas a terminarlo entero, no vas a dejar que este maldito escritor te lleve a su terreno y te asuste, aunque no puedes evitar sentir… ¿sentir qué? Dices.
Miedo.
Por un instante, no sabes si ha sido real o no. Como si fuese otro el que te mira, te has visto desde la oscuridad que enmascara y protege el fondo de tu salón. Allí sentado con la cabeza inclinada, la luz de la lámpara te ilumina y cubre y señala un pequeño círculo en el suelo es como una isla en la tenebrosidad que te rodea, y establece el límite entre tú y la aparente nada. No sabes si levantar la cabeza y mirar abiertamente, pero solo lo haces de reojo.
Una y otra vez los fantasmas infantiles y no tan infantiles revolotean a tu alrededor. Tus terrores, tus miedos, tus fantasmas… y sientes que te miran,… desde atrás. Es lo típico te dices, y piensas si no habría sido mejor haberte sentado contra la pared, aunque sería lo mismo, pues intuyes que aun así percibirías que hay algo en ella. Notas un ligero soplo en tu coronilla. Te cuestionas la certeza de esta señal mientras percibes tu pulso en la las sienes.
Respiras sin aire, huyes sin alejarte, caes preso de tus sensaciones y no te atreves a girar la cabeza. Temes que tu imaginación te la juegue a base de bien y realmente veas algo que no quieres ver. La mente es así. 
Quieres dejar de leer, una diminuta gota de sudor aparece, discurre por tu frente, se desliza despacio y pronto llegará a tu ceja, alzas la mano para secártela, pero compruebas que tu brazo no te responde. Intentas levantarte, no puedes. Tu cuerpo, ahora de plomo se sedimenta con tu sillón favorito y descubres como lo que quiera que sea se aproxima a ti y se coloca delante. Lo miras y te ves. Tu peor pesadilla se cumplió. Ya eras un difunto. ©



              Hola de nuevo, estoy más que contenta, hoy me han vuelto a publicar otro microrrelato, el título:
 " CON LA MISMA MONEDA" y salió hoy, 25 de Agosto de 2013, en el periódico Sur, ahí van varias imágenes.







Aquí os dejo el texto:

CON LA MISMA MONEDA

Aquella tarde, al salir de la cafetería, se encontró con su exmarido. Era otoño y llovía levemente. Habían quedado como amigos. Ella solo por sus hijos, aún pequeños, que habían aceptado con naturalidad a la nueva pareja de su padre, a su vez origen y motivo de su divorcio. Por eso, este encuentro le desagradó. Incómoda, sonreía sin ganas, y sin ganas contestó que sí cuando él insistió en acompañarla con un paraguas hasta el coche.
Cuando se despidieron con dos besos en las mejillas, uno de ellos le rozó la comisura de los labios.Desde aquel día, se despiden una o dos veces a la semana. ©




          Hola amigos, estoy contenta. Me han publicado por segundo año, un microrrelato en el periódico Sur de Málaga, aquí os muestro las fotografías; "AMARGA VICTORIA" es el de este año, 18 de Agosto, y "MÉNAGE À TROIS" del 26 de Agosto de 2012. También los relatos, espero que os guste.

AMARGA VICTORIA

Las manos de la niña se hundían en el agua fresca y trasparente de las lánguidas olas.
En cuclillas, buscaba a tientas piedrecitas de colores en la arena de la orilla. Distraída, entre sus labios se deslizaba el eco de una canción. Cuando cogía una, la palpaba entre sus dedos y con una sonrisa infantil mostraba sus dientes de leche. Después levantaba su brazo marcado de cicatrices; de tejidos injertados que regeneraron con dificultad, y con la piedra entre los dedos, preguntaba:
—¿De qué color es esta, tita?
—Blanca.

Le contestaba, mientras descubría, con los ojos bañados en lágrimas,  su triste reflejo en las gafas oscuras de la pequeña. ©



MÉNAGE À TROIS
El amor surgió sin imposiciones entre la joven pareja: El joven capitán de la guardia y el Rey, se amaron profundamente desde que se conocieron.
La Reina, que empezó a sospechar, preocupada le preguntó:
—Ya no me miráis igual que antes, ¿es que hay otra mujer?

—No majestad —respondió el capitán— solo vos. ©


EL DESCUBRIMIENTO DE EZEQUIEL


El descubrimiento de Ezequiel 

En un mundo aparte. En las afueras de una ostentosa y brillante ciudad, invisible por la distancia y oprimida por altos muros, en un reino de muertos que adornará la piel de los vivos, Ezequiel hacía lo único que sabía hace: curtir pieles.
A simple vista, el lugar parecía un vertedero,  pero en el desorden ordenado en el que trabajaban los obreros se estampaba el proceso. Las pieles muertas reposaban amontonadas unas encima de otras; moscas y avispas, cada cual en su terreno, se aprovechaban del botín de tan macabro trofeo, y se amotinaban en ataque fiero cuando los hombres recogían las pieles y las ponían en remojo. Entonces el agua, al removerse, desprendía la maldición putrefacta de sus fondos, y en los pequeños remolinos que formaba reaparecían los esqueletos olvidados de ratones, cucarachas, hormigas y avispas precedentes, junto a las avispas y hormigas que habían caído vivas defendiendo su botín.  
El suelo húmedo y embarrado reflejaba las huellas superpuestas de algunos perros y de los hombres que iban de un lado para otro acarreando lo que hacía no mucho tiempo, recubrían de forma natural y armoniosa los músculos de cabras, ovejas o algún que otro caballo. Tras otra serie de procesos Ezequiel se encargaba de trabajar la piel hasta darle la suavidad y la lozanía de una piel llena de vida. Era la parte más delicada, la más complicada, y propia de un maestro curtidor.
Sus pieles lucían en las aristocráticas manos de las damiselas de la corte y abrigaban sus insignes pies con los recargados zapatos de la época. Los corpiños hechos con sus cueros formaban cinturas nobles sin necesidad de sufrimiento.
A cambio de su oculta habilidad, prodigioso maestro, admirado solo entre los zapateros y modistos reconocidos de la alta sociedad de aquel microcosmos, Ezequiel percibía unos ridículos honorarios que solo le permitían ser amo y señor de sus brazos. Ni el lugar ni el tiempo le pertenecían, aquel tiempo que transcurría entre líquidos ferrosos de olores sanguinolentos, de pieles sin descarnar frescas o secas, del montón de estiércol que se utilizaba para ablandar las pieles y el humo asfixiante que se empleaba para las que se destinaban a peletería. De los días de viento o brisa que desplazaban el hedor de la rancia necrosis que los envolvía, nunca para erradicarlos y permitir respirar el aire limpio, que temeroso de mancillarse, se desplazaba a los alrededores.
En este reino vivía Ezequiel. Y aquel día, un poco antes de que el sol estuviese en lo más alto, le trajo la evidencia de un principio nuevo. Desde otros ojos, la realidad le pareció distinta.

Ezequiel salió de aquel lugar y dio un resoplido. Con las manos en jarra se movía de un lado para otro, percibía que estaba cansado, cansado de él, de su vida, de los recuerdos del carbunco que tatuaba la piel de sus brazos y cara y de aquel olor penetrante del curtido de pieles que se le infiltraba a través de los poros. Había perdido su propio olor, y con él su esencia. Lo había constatado. Dejó el minúsculo aseo personal del que podría gozar un curtidor de pieles por aquellos tiempos y, tras varios días, que convirtió en semanas;  ni su ropa, ni su piel, ni sus axilas, desprendían el olor humano del sudor. Pertenecía a aquel ambiente, cautivo de un pacto que nunca firmó y se convirtió en otra cosa más entre las pieles, algo más que se mimetizaba con las paredes, el barro, el olor y la penumbra constante de aquel sitio, como si el mismo sol, supersticioso, rehuyese de allí.
Aquella mañana se sintió distinto, hasta hacía un momento todo iba bien, su vida fluía sin grandes altibajos, y sus acontecimientos diarios se desplazaban con rutinaria quietud. Pero aquella mañana trajo algo a Ezequiel. Solo a él. El recuerdo de lo que era. Un hombre. Sencillamente un hombre. Y el mejor curtidor. El mejor curtidor, sin ambición. Obrero casi esclavo, se dejaba llevar por días apagados, sin más inquietud que hacer bien su trabajo.
Cuando ella entró, su luz alumbró la estancia del color del oro y la estela de su fragancia le recordó el campo de alhelíes movidos por el viento donde corrió su infancia. Ezequiel, que estaba trabajando, sólo percibió el desencanto cuando se incorporó, y la vio alzar su mano para tapar su linda nariz y su boca, y con repugnancia abandonar el lugar. Presintió que nunca podría dejar de amarla. Y Ezequiel, salió dando un resoplido. Reconoció que su amor era imposible. Que su vida, se había hecho sentencia. ©®


≈FIN≈

TRAS EL MURO

TRAS EL MURO

Aquel hombre leía el periódico inmutable a lo que pudiera ocurrir a su alrededor. Lo leía en el bar donde desayunaba todos los días a la misma hora, en la misma mesa y habría de suponer que sentado en la misma silla. Tomaba un bollito de pan con aceite y un café doble con dos sobres de azúcar; “Pero ni esto le endulza el carácter”, pensaba Pedro, el camarero, que le depositaba el desayuno en la mesa sin esperar un saludo o una mirada. Igual ocurría cuando D. Ataulfo se marchaba. Dejaba la cantidad, exacta, sobre la mesa. Nunca una propina o un gracias.
Solía tomarlo (el bollito) lentamente. Despegaba la miga casi entera, sin desbaratarla, y en el hueco que dejaba, añadía un chorreoncito de aceite y lo volvía a tapar. Hasta aquí, cualquiera que lo viese de primera vez pensaría en él como un pobre y solitario anciano sin más compañía que su periódico y su triste bastón que solía colocar con el mango apoyado en la mesa junto a su brazo derecho. Más la realidad era otra y los camareros y convecinos lo sabían muy bien.
D. Ataulfo se sienta allí todos los días y lee el periódico, y cuando lo termina  hace como el que lee y mira a la gente de reojo. Si alguien se le acerca y amablemente se dirige a él, bien para preguntarle si la otra silla está ocupada, bien para disculparse por tropezar con la mesa en momentos de superávit del bar, o bien para cualquier otra cosa, él hace como el que lee y no se inmuta. Piensa que la gente es estúpida, que la humanidad está llena de estúpidos lerdos a los que la cultura no les interesa, que la humanidad es ruidosa y ordinaria y cualquier metal de voz le desagrada como el graznido de un cuervo.
D. Ataulfo es inflexible en sus pensamientos. Opina que todos debieran ser como él, hombre de porte intelectual, que baja desde su olimpo de sabiduría a aquel bar, pozo y antro de descalabro, donde hay seres soeces que se comunican entre ellos con amplias sonrisas. Y lo hace (bajar a los infiernos, como él piensa) solo para no caer él mismo en este desbarajuste mental que él considera la nueva sociedad y porque Rosa, su mujer, se lo dijo varias veces antes de irse para siempre “Ataulfo, querido, cuando yo no esté no olvides estar con más gente”.
La inflexibilidad de pensamiento y normas de don Ataulfo se hace eco en la dureza de sus articulaciones, secas y chirriosas, y en la rigidez enfermiza de sus costumbres. Todo lo hace a la misma hora y de la misma forma. “Manías de viejo” dice él, aunque sabe que es mentira.
Todos los días se levanta de la cama de matrimonio de la que solo usa uno de los lados, el suyo, respetando siempre el lado que fuera de su mujer. Hace la cama casi sin desbaratar y se dirige al baño no sin antes poner su disco favorito, sí su disco.  Siempre defendió la magia sonora de los discos de vinilo y desdeñó el exceso musical de los CDs y de aquello a lo que llamaban mp3 “con el que al parecer podías acumular hasta más de dos mil canciones”,” ¡que absurdo!” y se pone a hacer cálculos acerca de cuánto podría tardar una persona en escuchar las dos mil canciones “si son aproximadamente de tres minutos cada una…tres por dos mil…¡casi cuatro días seguidos!, ¿Cómo le pueden gustar a uno dos mil canciones?¡absurdo, este mundo se está rigiendo por lo absurdo!” echa un bufido especie de resoplido y coge  el disco de Dmitri Shostakovich – Romance, de la Suite The Gadfly, y siente que su dulce violín lo transporta a tiempos pasados. Resurge entonces la imagen de su mujer, la de los últimos años, con arrugas y canas y con aquella expresión en sus ojos que nunca envejeció, de niña bondadosa y que solía mostrar cuando él se enfadaba, “divina paciencia la suya” piensa y si cierra los ojos, cree místicamente que el tiempo y él están atrás en el pasado. Entonces puede escucharla caminar con aquel andar cansado por el corto pasillo y recupera la sensación de todas aquellas mañanas cuando se acercaba a él desde la puerta del baño y le decía que parecía un muchacho, y coqueta le miraba a los ojos y le preguntaba que si este hombre tan guapo querría desayunar con ella. Dos lágrimas recorren sus mejillas y se mira al espejo, “estoy viejo” piensa y sale del único sitio donde se auto permite llorar.
Con lentitud coge sus ropas y se viste con desgana. Con paso lento se dirige a la puerta de salida, coge su bastón, entonces se yergue todo lo que puede y aunque su intelectualidad le impide salir siempre de casa con el pie derecho, lo hace. Cierra la puerta con fuerza y echa la llave.
A las nueve y cinco llega al bar. A las doce regresa, antes, un pequeño paseo por la acera del parque cercano. Llega hasta el quiosco, lo bordea y regresa por el mismo camino. Cuando son las doce treinta está abriendo la puerta del bloque donde vive, sube hasta la tercera planta y una vez en casa, suspira.
Ya ha recibido hoy la dosis de humanidad a la que odia; odia su fealdad, su simpleza. Su alegría.
Sus circulares pensamientos y la intransigencia de sus hábitos, le crean un exceso de energía que explosiona cuando algo no está como él desea, y se desparrama sobre aquello que tenga más cerca, aunque sea él mismo, lo que últimamente ocurre a menudo; cuando sus dedos deformados no pueden coger bien el cuchillo de cortar el pan, se cae algo al suelo; un papel, un cinturón, rompe un plato, o…se le escapa alguna gota... “que estoy torpe Rosa” le dice al recuerdo de su mujer y se imagina que ella está en la cocina sonriendo.
Don Ataulfo se ha hecho famoso en su barrio, los niños lo llaman “Don Ataúd”, por serio y gruñón y cuando esto sucede levanta un bastón asustado y desobediente, que no responde ni a su coraje ni  a sus fuerzas,  y  “surge temblón el muy cobarde” piensa, aunque él solo pretende asustar y que le dejen en paz.
Aun así tiene que reconocer que tarde o temprano tendrá que doblegarse a esta nueva humanidad gritona y chirriante,  y es que su curvatura lumbar, la que disimula cuando sale de casa, hace tiempo que se lo viene avisando. Lo que más le pesa es hacerlo en soledad “solo soy un pobre y solitario viejo sin más compañía que un periódico y un triste bastón,  Rosa”. ©




LUCIÉRNAGAS


LUCIÉRNAGAS

—Jo tío —comenzó a decir el Bolo tras aquella pausa que había durado algo menos de lo que dura un incómodo silencio.
—Jo tío —repitió, y tras este comentario se llevó el porro a la boca,  le dio una honda calada y soltó el humo de forma rápida, casi de golpe —que fuerte tío, que fuerte.
—¿Ehnn? —le contestó el Canijo con los ojos entornados y algo más cargado que su amigo.
—Anda tío ¿no sabes lo del Cojo? —dijo ofreciéndole el pitillo de humos alelantes.
—¿Ehnn? No, ¿qué passa? —lo cogió y le dio una sonora calada mirando fijo entre sus dedos a su amigo.
El Canijo, su amigo, su colega, le devolvió el canuto, lo rechazó sin mirarlo con la vista puesta en el horizonte. Los dos estaban sentados en el murete de piedra que mira al mar. Su barrio es uno de los barrios oscuros de la ciudad, uno de aquellos donde durante el día entras con algo más que prudencia y en la noche es un vacío negro en nuestras opciones, un punto rojo en el mapa de nuestra mente, una imprudencia si entras, solo existe si eres uno de ellos o eres uno de aquellos que van en busca de alguna “cosilla”.
—Se ha largao con la Merche —le respondió—, el Cojo se ha largao con la Merche ni más ni menos. Que se ha enamorao ¿tú te lo crees?, ¡si a esa nos la hemos tirado todos!
— ¿Todos? —dijo el Canijo— ¿todos? ¡Yo no tío!
—Es que tú eres un pringao tío, estas tan colgao siempre que no te das cuenta de ná ¡no sabes lo que te pierdes algunas veces tío! Y no solo lo de la Merche, la vida tío, la vida, que puede ser mu perra, mu perra. Ahí tienes a mi padre “el Embotellao” borracho todo el día, dale que te pego a la botella cuando no está durmiendo la mona y mi madre fregando casas y aguantándolo que dice que al menos no le pega, y yo tío, no sé qué me entra cuando lo veo. Pero mi madre dice que como lo toque me echa de la casa ¿te crees tío? Que me echa. Sí,  la vida es mu perra a veces y para unos más que para otros.
El amigo lo miró sonriendo con ojos dormitados.
 —¿Crees que la Merche querrá conmigo?
—No ten-teras de nada ¿No te dicho que se casa con el Cojo? Que se ha enamorao de ella y que no le importa que esté preñá, y lo peor es que no sabe si es suyo pero que no le importa, dice. La vida puede ser mu perra pero, a veces la vida sonríe y al menos pal hijo de la Merche parece que va ser así,  porque el Cojo es un buen tío. Lo cuidará bien.
—¿El Cojo? ¿Qué Cojo? —respondió levantando la cabeza y dando otra calada.
—Jo tío te estás pasando. Qué cojo, qué cojo, pues nuestro Cojo, el Sebas, el hijo de la Manuela, la del kiosco y además se han ido del barrio, es lo mejor. Si yo tuviera un hijo lo llevaría al parque de la mano, despacito ¿sabes? Pa que no se canse. Imagínate yo con un niño de la mano, y luego de jugar un ratito lo traería a la playa, a jugar con la arena, le haría el castillo más grande, pa que viese que su padre es un tío importante, y después, cuando estuviese cansado lo cogería en brazos pa que se durmiese con su cabecita en mi hombro, sí tío…estaría bien y cuando fuese un poco más grande jugaría con él al fútbol.
—Si…tío —sonrió el Canijo­— y si fuese niña ¿ehnn?
—Pue le compraría todas las cosas rosas, sería mi princesa.
Con la vista puesta en sus manos comienza a contar con los dedos.
— Oye….tío…estuve con ella...hará…dos meses…tres…¿no será el niño de la Merche hijo mío?
La pregunta quedó suspendida entre el armonioso ritmo de las olas.
—No importa —continuó—, el Cojo será mejor padre que yo ¿verdad Canijo?
Le echó el brazo por el hombro, adelantó su otra mano y cogió el consumido peta, a continuación le dio una profunda calada que brilló como una luciérnaga roja en la oscura noche que llegaba. ©