Ha llegado el verano


            Subimos por la Torre de la Paloma, la tierra árida de color ocre desolaba el lugar y hacía inciertos nuestros pasos. Seguimos caminando hasta que bordeamos la torre, entonces el paisaje nos regaló toda su magnificencia, no defraudó.
            El mar azul, acariciaba el saliente de las rocas que perdían su rudeza como una novia enfadada pierde su enfado ante las lisonjas del novio que ama. Las jábegas se deslizaban por la superficie del mar al toque sincronizado de los remos bajo la atenta mirada de su ojo fenicio pintado en la proa. Jugaban con el tímido oleaje al tiempo que competían con la estela blanca de su recorrido.
             El sol sobre las montañas del poniente, parecía orgulloso de la majestuosidad con que regalaba sus rayos a un solemne día.
                También la luna, desde lo alto de la bóveda del cielo, acudió a rendir honores -no era espectáculo para ser ignorado- y miraba curiosa al sol, al mar y a las lindas jábegas posadas sobre él.
                 El cante por Jabegote rompía el silencio. Surgió como una brecha en el tiempo, como una herida profunda, como el aliento renovado de un ave fénix en el apoteosis de su espesura, de su redención, con la plena conciencia de que su sacrificio sería recompensado, de que renacería de nuevo cuando pasase la noche.
                 Las vestales, renovadas en su apariencia, mantenían el fuego de sus antorchas en alza con el simbolismo de una antigua promesa; mantenerlo encendido en espera de que el astro sol reaparezca.
            El sonido de la caracola avisaba del próximo equinoccio. Los remeros de las barcas alzaron sus remos en posición de saludo. Un saludo ancestral con el que agradecían al astro, mientras este se escondía ya entre las montañas, la llegada del verano.
            Un año más, el saludo estaba hecho. Entre toques de caracola, las jábegas emprendieron el regreso, desapareciendo por el horizonte como emisarios, en este siglo XXI, del viejo Neptuno.





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