La crueldad devoraba su inocencia. No lo era el niño ya;
casi. Herida de muerte, moribunda; resiste a abandonar. No quiere que se
extinga, el niño su inocencia. No sabe él. Desconoce que defiende lo que queda
de ella. No sabe que su inocencia ya no es suya.
La mañana había sido rota. No por él. Él no quería. Los
otros sí. Lo justo a veces no es lo cierto. No, es cierto.
La ira silenciosa lacera sus horas. No tiene su enfado guerrero.
Solo si se mira a un espejo. De un combatiente un bando es inmoral. Su niñez le
pone en desventaja.
El descubrimiento lo hizo la niña. Mira, dijo. No, no quiere
el niño mirar. Con los brazos cruzados él. No se movió.
Míralo tonto, dijo la niña. Es importante, le dijo. Lo
agarró por el brazo y lo gira. Le mueve la cara. Mira, mira. El niño, mudo él.
Con los ojos cerrados, se empeña en no mirar. Lo desea él. Su curiosidad le
impera invasora. Domina su resistencia, a no mirar. Se debilita.
Calla la niña a su lado. Sabe que no tardará en abrir los
ojos. Tiemblan sus párpados. Una fuerza que no es de él se los abre.
Desmesurados. Aterrados. Han visto semienterrada, entre las hojas del otoño, la
mano. ©
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