Clara abrió los ojos. No despacito, como cabría
esperar después de una larga noche de placido sueño, no. Los abrió de golpe y lo primero que vio, fue el despertador con la
figura de Blancanieves que marcaba las siete y diez. Claro que eso, para Clara,
no era índice de significar nada.
De
un salto salió de la cama y corrió a través de un estrecho pasillo. Llegó ante
una puerta de cuarterones de madera y la abrió despacio. Entró en el dormitorio de sus
padres y de un brinco, se coló entre los dos.
—¡Hoy
es mi cumple! —gritó mientras zarandeaba
a su padre por la espalda. Este, con los ojos aún cerrados, sonrió. Después
abrió un ojo, la miró y volvió a hacerse el dormido.
—¡Que
es mi cumple!
Volvió
a gritar. Aunque en su voz resonó una especie de minúsculo enfado.
—Vaya
con la pequeñina. —Exclamó el padre mientras se giraba y la cogía para hacerle cosquillas,—
vaya, vaya como está hoy la princesita —y le dio un beso sonoro en la mejilla.
La
niña se pasó la mano por la mejilla
—Pinchas,
pinchas ¡No me gusta que pinches!
—Como
está de exigente doña mocosa. —Exclamó el padre—. Cariño, —esta vez se dirigió
a su mujer— ¿sigues dormida?
—Lo
intento al menos —contestó la madre que ya se giraba en la cama después de
haber mirado el despertador.
—Felicidades
mi niña. —Le dijo, con media sonrisa y la besó con un suave abrazo— Has
madrugado demasiado cielo ¿Sabes qué hora es?
—Si.
Si que lo sé. ¡Es la hora de mi cumpleaños! —y tocó las palmas a modo de
aplauso.
Durante
toda la semana, Clara había deseado este momento. No había dejado de hablar de
la muñeca Candy, versión casi real de un bebé; comía, lloraba e incluso había
que cambiarle los pañales como a un niño real.
Se
veía a sí misma paseándolo con su cochecito por el caminito del parque. Todas
las niñas se acercarían, y ella vería sus caras embelesadas. Sobre todo, la
cara de Lina. Ella también había pedido uno por su cumpleaños, pero Clara, era unos meses mayor. Así que ella, lo tendría primero. Esto la hacía
especialmente feliz y dibujaba una sonrisa fina en su cara.
Después
subía a su dormitorio y buscaba el mejor sitio para alojar a su querida muñeca.
Soñaba
con cambiarla de ropa, en bañarla por las noches, en ponerle su pijamita y
acostarla a su ladito, igual que hacía la tita Rubi con su bebé.
La
madre se levantó de la cama y se dirigió hacia afuera del dormitorio. La niña
sabía a lo que iba.
Desde
el quicio de la puerta la madre miró a su marido y este subiendo un poco los
hombros suspiró con desesperanza y esquivó la mirada hacia las sábanas.
Durante
toda la semana Clara se había comportado lo mejor que sabía; comía la comida que
le ponían en la mesa aunque no le gustase, no protestaba cuando su madre la
peinaba y no se enfadaba cuando le daba algún tirón al peinarla, o se acostaba
todas las noches sin protestar, rezaba sus oraciones y le pedía al niño Jesús
la muñeca tan deseada. “Niño Jesús, cuando tenga mi muñeca te prometo ser buena
todos los días.” A continuación se santiguaba, subía a la cama y tapada entre
mullidas mantas, dormía con la seguridad que da el trabajo bien hecho.
Apareció
la madre con una gran caja que llevaba un precioso lazo rosa. Clara sonrió de
oreja a oreja y con los ojos muy abiertos aplaudía con sus manos rechonchas.
Los
padres se miraron cómplices con un brillo de tristeza en sus pupilas.
—Tu
regalo cielo. Te has portado muy bien y eres una niña muy buena, aunque…—dijo
la madre.
—Nos
hubiera gustado poder comparte otra cosa, —continuó el padre—. Pero ya sabes
que papá está buscando otro empleo y hemos tenido que ahorrar, lo entiendes
¿verdad?
La
niña solo miraba la caja y las palabras de sus padres le llegaban como si les
hablaran desde debajo del agua.
Rompió
el lazo y el precioso papel dorado y rosa que envolvía el regalo con la misma
desesperación que un náufrago desplegaría una balsa de plástico.
Abrió
la caja y una sombra tenebrosa atravesó su mirada. La sonrisa se le hizo mueca,
y escondió sus sonrosados labios tras una línea de dureza. Sus ojos se
volvieron vidriosos. Miró a sus padres con una mirada que no olvidarían y con
la rapidez de un lince, cogió el abrigo celeste de dentro de la caja. Se dirigió
a la ventana, y lo tiró afuera con todas sus ganas.