Entró en la tienda. La puerta
acusó su entrada con unas campanitas colgantes que sonaron en el silencio como
si el hada de Peter Pan estuviese revoloteando en el aire. El librero que estaba
justo a la entrada, detrás de un mostrador desvencijado, no alzó la mirada.
Continuó ajetreado con unos papeles que no dejaba de mover cuando ella pasó delante de él dirigiéndose hacia la estantería del final.
Ojeaba
los lomos de viejos libros con títulos en inglés en un intento de traducir
alguno que pudiese llevarse a casa como recuerdo, cuando percibió un hueco
entre unos cuantos libros y el fondo del mueble. Metió la mano muy despacito y
lo sacó.
Palpitaba
bajo una capa de polvo blanquecino. Abandonado en una decrépita tienda de
libros usados, detrás de otros libros igual de olvidados que él. Mi madre lo
encontró. Podría decirse que lo rescató, de su escondite y del olvido, aunque
muchas veces después, hemos pensado que fue él, el libro, el que quiso reencontrarse
con ella.
No
sabemos las intenciones de la mano que lo ocultó entre aquella línea de libros,
pero fue ella, curiosa mi madre, incansable buscadora de historias, la que lo
halló con la emoción secreta del que encuentra un tesoro.
—Where
have you got that book, ma’am?—Preguntó el librero un tanto antipático.
Mi
madre, respondió señalando con el dedo índice al mueble viejo y sucio al final
del estrecho pasillo con el letrero “Books-3pounds” encima.
El
librero la miró por encima de sus gafas de presbicia.
—Are
you sure?
—Of
course
Contestó
mi madre ofendida, a punto de abandonar el libro a su suerte. Pero el libro ya
la había enganchado. Decidió tragarse su orgullo y sacar las tres libras. No
sabía el librero, que en aquel punto ella le habría pagado mucho más si hubiese
sido necesario. No fue así. El hombre con parsimonia y mirando siempre a mi
madre por encima de sus gafas, guardó el libro en una bolsa de papel y se lo
entregó.
—Here
you go, ma’am.
—Bye.—Respondió
ella y, abriendo la puerta, abandonó la librería con el sonido de las
campanitas en sus oídos.
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Habías
comprado un libro. El único libro en español de una librería perdida de una localidad;
Kinbuck creo que la llamaste.
El
autobús cargado de viajeros, entre los cuales te encontrabas, se averió. Mientras
lo arreglaban, el guía y otros turistas, decidieron dejaros un rato de asueto
andurreando por las cercanías.
En contra de tu naturaleza, te atreviste a
alejarte. Te adentraste en el pequeño pueblo. Caminaste por sus calles pequeñas,
con muretes de piedra en los jardines de las casas y jardineras con florecillas
menudas en las ventanas. Había lloviznado un poco. Suerte de traerte calzado
cómodo y seguro. Lo piensas mientras una leve brisa fresca acaricia tu cara y
sonríes.
A lo lejos, el letrero “Old Books” ha
acelerado tus pies. Ejecutan una orden primaria de tu sistema nervioso. ¿Qué piensas? ¿Es que ves una librería y te
lanzas a ella como un perro cuando huele un hueso? Es lo que él te habría
dicho. Con aquella pose de seguridad que ostentaba en todo lo que se refería a
ti. Incluso cuando te dijo que te abandonaba, dejó que pensaras que eras tú la
culpable. Y lo creíste.
Sí,
eso te habría dicho, pero él no está. Hace tiempo que eligió otra vida en la
que tú ya no figuras. Por eso, te dirigiste hacia ese letrero con entusiasmo,
como si supieras que allí había algo para ti, y efectivamente lo había; encontraste
el libro. Una ganga doble la que has conseguido o triple; una el precio, otra los
grabados, por último y reina de las casualidades: está en español. Casi lloraste,
porque sentiste que el destino te había traído un regalo; una recompensa para
tu desengaño.
Nadie
como tú para saber cuánto sufriste. Cuanto disimulaste tu orgullo herido y tu desesperación,
porque tú aún le querías. Mentías a todos cuando decías que estabas bien, que tu
matrimonio se había convertido en una costumbre o que ya lo sabias porque
hacíais vidas separadas. Mentías, y cuando te quedabas sola, llorabas mientras deambulabas
como una sombra por los dormitorios, por el pasillo o por la cocina escuchando solo
el eco de tu llanto.
Una
tarde viste un anuncio: “Descubre Escocia por novecientos Euros” y no lo
pensaste dos veces.
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Cuando
encontró el libro, salió con rapidez de la librería, “a ver si por un azar maligno
sale el librero arrepentido” pensó. Claro que mi madre ya estaba dispuesta a
pelear por él. Ya era de su propiedad.
Agradeció
con un hondo suspiro, que al regresar al autocar, este tuviese los motores en
marcha y que los otros turistas estuviesen sentados. Solo faltaba ella.
Abrazada
al libro guardado en el envoltorio de papel, como si fuera una colegiala con
sus libros nuevos, subió rápido y pidió disculpas. Después me confesó, que en
aquel momento no podía sentir lo que decía, emocionada como estaba con aquel
hallazgo, y que volvería a llegar tarde las veces que hiciera falta con tal de
tener semejante preciosidad entre sus manos. El
autocar comenzó su marcha, y entre el suave traqueteo del viaje lo guardó, con
bolsa y todo, dentro del bolso.
—¿Has
encontrado algo que merezca la pena? —le preguntó la compañera de asiento.
—Una
baratija para mi tía —contestó y se puso a mirar por la ventana.
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No
quisiste compartir con la pareja circunstancial de autocar aquel sentimiento de
alegría, de revancha, de conquista, con el que el destino había gratificado
todas tus últimas penalidades.
Sentiste
que el cosmos, el universo te debía algo y se había concretado en aquel libro; con
solapas de cuero repujado y fuertes hojas en su interior; algo amarillentas por
el tiempo y la falta de luz, del que apenas pudiste leer unas cuantas palabras:
Alcé
mi poncho y mis prendas
Y
me largué a padecer
Por
culpa de una mujer
Que
quiso engañar a dos,
Al
rancho le dije adiós,
Para
nunca más volver.
Aquellos
versos, que recién habías leído en la tienda, no se borraban de tu cabeza. Descubriste
que eran las palabras de Martín Fierro, un gaucho argentino, las que en un
libro escondido en un lugar de Escocia irrumpieron en tu vida como una cascada
violenta.
La
idea, como un gato, ronroneaba a tu alrededor hasta que se hizo fija y fuiste
consciente de ella.
Con
el libro dentro de tu bolso y con aquellas palabras en tu mente mirabas el
paisaje. A través de la ventana del autocar los árboles te saludaban a coro. Agitaban
sus ramas mecidas por el viento, alegrándose de tu llegada.
Aquellos
bosques verdes, altos y elegantes, engalanados con su mejor follaje, que viste
una vez y que guardabas en tu memoria, se acordaron de ti. Y tú, al verlos, los
reconociste en aquellos sueños que habías vivido.
Entonces
supiste que habías regresado, que estabas en tu hogar.
Decidiste
abandonar al grupo de turistas ante las caras asombradas de los que viajaban
contigo. El chofer sacó tú equipaje de las tripas del autocar y te hizo firmar un
papel para renunciar a cualquier reclamación posterior. No te importó. Nada te
importaba. Lo único que podría retenerte en España era tu hija, pero sabías que
ella estaría bien y que se alegraría por ti.
Solo
podías sentir como el pecho se te ensanchaba de alegría, habías encontrado tu
sitio. No tenías miedo porque en tu interior, sabías que habías regresado para empezar de nuevo. Para ser, al fin, tú
misma.