Agradecí
la fresca brisa que acariciaba mi cara. A lo lejos divisaba el viejo submarino
y pensé que había sido buena idea pasear. Noté que las lágrimas iban a volver y
decidí ponerme las gafas de sol.
Surgió una música que lo envolvió
todo como un aura maravillosa y la melodía de aquellos días felices se reveló
inaudita a mis oídos. No podía creer que aquel sonido reverberante en mi
memoria estuviese allí presente como un fantasma del pasado. Giré la
vista. Sentado delante de un piano
amenizaba una de las terrazas de verano. Interpretaba aquella dulce canción que
nos hizo sucumbir en la cima de una delicada armonía. Aquella sonoridad que
desbarató nuestras almas para hacerla una sola, para cubrirla de besos y
caricias.
Aceleré el paso y me dirigí hacia él
entre la multitud. Lo reconocí de espaldas. No podía ser tanta la suerte. Mi
destino me devolvía lo que me había quitado. Me aproximé y mi consuelo
desapareció como lo hace un espejismo. Era un muchacho interpretando una
melodía. Me sonrió con dulzura, como sonríe un niño cuando juega con las olas
tranquilas del mar. Me quedé allí, escuchando aquella canción, que había sido la
banda sonora de mi vida.