Acabo
de entrar en la sala de espera del Sr. Narváez; gerente de la empresa en la que
trabajo. No sé qué querrá de mí, pero tengo que aparentar absoluta normalidad. Voy
a sentarme en uno de los sillones cuando pienso, que en realidad debería haber
ido antes al servicio y arreglar un poco mi corbata y mi pelo, y ver si tengo
algo entre los dientes. Me paso la lengua por ellos. Así, uno por uno.
Debería haber previsto que estaba presentable.
¿Para qué me habrá llamado?
El otro día, me llevé unos cuantos folios. Bueno, fue un paquete de quinientos, y ya estaba empezado, ¿no lo hace
todo el mundo?
Se me ocurre, que tal vez hayan
colocado cámaras para vigilar a los empleados sin decirnos nada, pero creo
que esto… ¿no es ilegal? O hayan hecho inventario, y noten la falta del paquete
de quinientos folios; con todo, si no tienen pruebas no pueden demostrar que
fui yo.
A no ser que…el otro día me quedé mirando las
tetas de la Srta. Pilar y le dije alguna que otra cosa, como que buena almohada
para una jaqueca o algo así, y ella no se lo tomó muy mal. Claro que me miró
raro cuando bajé la mano un poco más abajo de su cintura. Lo hice con el máximo
cuidado de que no pareciera que le tocaba el culo ¿se habrá chivado al
director? Igualito las tías de ahora que las de antes, esas sí que sabían
aguantar una broma, y un pellizco de vez en cuando en el trasero.
Ya llevo aquí más de diez minutos. ¿Me estarán observando? ¿me mirarán a través de una cámara? Como en esas
pruebas que los psicólogos hacen cuando observan a los niños a través de un
cristal. Aquí no hay espejos, aun así, no debo parecer ansioso. Quitaré los
brazos de los muslos y dejaré de mirar el suelo. Voy a enderezar el cuerpo y la
cabeza. Me colocaré bien acomodado en este sofá, como el que está en casa de un
amigo, eso es, muy bien. Con los ojos entreabiertos buscaré la cámara, tiene
que estar detrás de un cuadro, o en una esquina. Objetivo: buscar el punto
rojo.
He echado un vistazo a esta diminuta
sala de espera. He levantado la cabeza haciendo el que se acuerda de algo y he
mirado, con verdadero interés artístico, los dos cuadros que cuelgan de la pared
de enfrente y que son unos verdaderos bodrios. Me he puesto de pie y con
minuciosidad microscópica me he acercado al que está detrás del sofá donde
estaba sentado. Nada me hace indicar que exista la dichosa cámara. Me he vuelto
a sentar, guardando la compostura por si acaso.
De todas formas, haré una lista
mental de aquellas cosas que puedan echarme en cara. Tienes que estar preparado para defenderte, diría mi tío Fermín, un
pasante de tres al cuarto, pero con quince años de servicio en un bufete de abogados.
A ver. Bolígrafos. Me he llevado unos cuantos a lo largo de años. Ellos no lo
pueden saber, pero quizás, últimamente, con la crisis estén más intransigentes,
pero nada, nada. Los bolígrafos se pierden y no digo, que alguna vez, me haya
llevado alguno por “descuido” de los otros, se entiende. Lápices también, pero
hoy en día ¿qué empresa quiere los antipáticos lápices a los que hay que
sacarles punta cuando se les parte la mina? Hoy por hoy todo funciona con los
malditos programas de ordenador. Yo les doy utilidad diaria. Son estupendos
para los crucigramas, puedes borrar si te equivocas, con alguna que otra goma
de la oficina, se entiende.
Lo de la grapadora fue una cosa de causa
mayor. Sencillamente no tenía en casa. En mi defensa diré, que fue la más vieja
y que ya hacía falta reponer una nueva. En definitiva, que les hice hasta un
favor. A nadie se le hecha por esas
minucias. Todo el mundo lo hace.
Lo del tone de la fotocopiadora, es otra cosa, no es moco de pavo ya lo sé,
pero eso lo tengo claro. Nadie lo sabe, de eso estoy segurísimo, y por vendérselo
a mi cuñado me he podido ir ganando unas perrillas extras a lo largo de estos
años.
Nada, nada que puedo ir seguro.
Narváez me llamará por… ¡no será por la hora y media del desayuno! La cotilla
de la Srta. Bermejo ¿se habrá chivado? Aunque de vez en cuando le regalo una de las cajas de
bombones que envían a la secretaria y me las quedo yo sin que ella sepa nada.
Total, como estoy en la primera mesa de la planta, pegado a la puerta, el
mensajero me las deja a mí. Encima voy de buena persona porque le ahorro de
entrar en este bullicio: “no hombre, no se preocupe yo se las entrego”, “no,
que va, para mí no es ninguna molestia”. Una para la cotilla y otra para mí.
Ella es la única que sabe que ficho de falsete. Claro que también le he dicho
que mi mujer, la pobre, está muy impedida y yo apuro este rato del desayuno
para llegar a casa y ayudarla en sus cosas, a levantarla, a prepararle algún tentempié…Incluso
a veces, hago una compra rápida. No, no
creo que se haya chivado. Y es que a mí me gusta un buen desayuno, reposado,
con carajillo incluido y un poco de cháchara con los del bar. Claro que soy
precavido, me alejo de la empresa. Me voy al bar de mi barrio.
Una vez me llevé una silla de esas
giratorias, claro que de eso hace mucho. Vine un sábado y cogí la silla de
Almaráz, ese engreído pelota. La cogí y la monté en el coche. En casa la conservo,
en la mesa de estudio del niño, que para lo que le sirve. Lo que me reí cuando llegué el lunes. Ese
lunes vine temprano. No quería perderme su cara. La buscó por todas partes y
pasó el día en un taburete. Como me miraba, con su cara de perro pequinés. Yo
le devolvía la mirada y le decía, desde mi mesa interrogándole con los hombros
y con la boca sin voz, que quien habría sido capaz de una cosa así. Lo que más
pena me dio fue que echaron al conserje del edificio. El pobre fue el chivo
expiatorio, ¿no se dice así? El chivo expiatorio. Aunque algo de todo esto
aprendería, desde luego a tener más cuidado con las llaves, a custodiarlas como
si fuesen la de su casa. Llave de la oficina
que aún conservo, claro que ya no sirve. La cerradura la cambiaron entonces,
hace cuatro años, por una de esas nuevas de seguridad. En fin, cada etapa tiene
lo suyo…
La puerta del despacho se ha
abierto. La secretaria con su desagradable cara de búho asoma sin sonreír.
—Ramón Valdés —dice—. Ya puede
pasar.