Rosarillo soñaba con poder asistir alguna vez a una
fiesta de esas; donde los boleros y las sambas suenan suaves. Acompañadas del
arrítmico ruido del choque de finas copas y de alguna que otra risa que surge
desproporcionada.
Ella los observaba desde la ventana, tras el vaporoso
y blanco visillo de su dormitorio. El claroscuro de la estancia se encargaba de
protegerla, aunque bien es cierto, que rara vez algún asistente levantaba la
vista hacia aquellas habitaciones del servicio.
Desde allí distinguía la piscina y sus alrededores
sin obstáculo alguno. Veía con claridad a aquellos snobs nadar como si fuesen
sirenas y moverse con lindos trajes de baño mientras lucían sus cuerpos como los
pavos reales cuando abren su cola.
Estudiaba sus gestos, las poses de aquellas mujeres
y después, en su dormitorio, las practicaba. Sentada al borde de la cama, sujetaba aquella copa de coctel medio rota
que tomó de la basura. La cogía entre sus dedos como había visto hacer y
simulaba que brindaba con un admirador
invisible. El tirante del sujetador descendía por el hombro, movía la cabeza coqueta y jugaba con un mechón de su cabello o sonreía mordiéndose un poco el labio inferior.
Así pasaba los días del verano, en el entresueño
del calor y el de sus deseos. Los inviernos permanecía prácticamente sola en
aquella casa de veraneo de la costa brava. La acompañaba una especie de ama de
llaves de mediana edad con la que no congeniaba.
Muchas noches, cuando sabía que podía moverse a sus
anchas por la casa, se trasladaba a la habitación de la señora. Abría el ropero
y admiraba: los vestidos, las enaguas de rico encaje de blondas, los caros trajes
de fiesta de tul y seda o los coquetos sombreros.
Las primeras veces abría solo una hoja del ropero y
miraba dentro como si se hubiese escondido alguien dentro, pero al cabo de unos
días se dirigía al dormitorio, cerraba la puerta con pestillo y comenzaba un
desfile de blusas, vestidos y zapatos.
Veía con orgullo, al asomarse al espejo, que
aquellas telas lucían mejor en su cuerpo, y tras vestirse para la ocasión que
ella consideraba requerida: una tarde de café, una cena o una fiesta glamurosa,
comenzaba su juego.
Durante el mes de febrero regresaba al pueblo con
su familia, y cada año se le hacía más insoportable el reencuentro. Para
Rosarillo estos días suponían un renacer sombrío. Significaba plantar en su
corazón, la génesis oscura, mustia y ordinaria de la que ella misma era
sustancia.
Traslucía la mediocridad de sus progenitores en la
sumisa honradez que profesaron a sus señores, lastre y herencia de sus
antepasados. En la comparación con las otras personas con las que “convivía”
once meses al año le resultaba dolorosa y la llenaban de vergüenza.
Recordaba el exquisito y soberbio ambiente en el
que se movía durante el resto del año mientras observaba a su alrededor; las
sillas de enea desgastadas, el viejo sofá de escay marrón con pañitos de
ganchillo y, en la cocina, los mismos azulejos cuarteados por el tiempo y la
humedad.
Decidió que ya no regresaría más. Se despidió de su
familia como se despide uno de un familiar molesto y se fue sin decir que no
pensaba volver.
Trazó en su mente un objetivo: pertenecer a aquella
clase para la que servía.
Concebía que ningún hada madrina la vendría a adornar
con un exquisito vestido. Sus zapatos no serían de cristal, -cosa por otra
parte Rosarillo agradecía-, ni nadie asomaría
con una carroza.
Dejaría en lo más profundo de su intelecto sus
falsos escrúpulos. Olvidaría, sin ayuda de lo correcto, sus honradas enseñanzas;
porque tenía una maleta repleta de pequeñas cosas y un gran objetivo: olvidarse
para siempre de Rosarillo.