El
arriero esperaba en la puerta; no de su casa. Apenas paraba allí. Siempre
viviendo por esos caminos polvorientos, con la única compañía de su burro y el
sonido de los cachivaches que transportaba. Los vendía en distintas pedanías, aldeas
o pueblos, pero hoy decidió parar en la posada.
Había
llegado temprano. Sin prisas había puesto a Jacinto bajo la encina, al fresco,
y colocó la carga más pesada en el suelo. Con parsimonia medida se dirigió al
escalón del portón y con lentitud se sentó en él. Apoyó los codos sobre sus
rodillas, lió un cigarrillo y deslizó el gorro de paja hasta los ojos. Fumando
con profundas caladas se puso a esperar.
El
canto tempranero de las cigarras se extendía por las llanuras rubias de los
trigales y presagiaba un rotundo día de calor.
Cuatro
colillas descansaban en el suelo cuando divisó a lo lejos una figura enjuta que
se acercaba montado en los lomos de su asno. El hombre miraba hacia atrás de
vez en cuando; como el que huye de un pecado o una culpa.
El
arriero, se colocó bien el sombrero y se puso en pie. Caminó sin prisas como
era su costumbre y se posicionó en medio del camino.
—Eh
tú, quita de ahí. —le gritó el del asno.
—Que
te quites— repitió.
El
arriero se mantuvo inmóvil, las piernas ligeramente separadas. Dio una calada
profunda al último de sus cigarrillos, lo tiró y lo pisó con contundencia.
—Baja
si eres hombre.—le dijo—. Baja que aquí acabó tu huida.
Sin
mediar más palabras le lanzó el cuchillo. Certero, al corazón. ©
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Pintura malagueña siglo XIX |