Los lugareños se aglomeraron en torno al púlpito
que se había colocado en la plaza abierta al mar; justo delante del
ayuntamiento. Allí, sobre la plataforma, se podía ver, entre otros, a la mujer
del alcalde. La llamaban “la jirafa” por lo alta y por sus andares lentos y
acompasados. Aunque el verdadero motivo era su lengua; de palabras llenas de
tan negras intenciones, que ensuciaba a todo el que nombraba.
Presumía.
Llevaba un moño inhóspito en su cabeza, el cual, de forma ostentosa desafiaba
la gravedad.
La
mañana estaba nublada, un viento incómodo parecía amenazar la supervivencia de
tamaña estructura. Ella sonreía ladina, en el pleno regocijo de ser la acaparadora
de todas las miradas. Podría decirse que todos los conciudadanos estaban más
pendientes del moño que del discurso del alcalde cuando una ráfaga furiosa, salada,
surgió del mar y derribó el andamiaje peludo. El silencio se adueñó de la
plaza.
Surgió entonces Medusa, no solo por los mechones
enlacados que serpenteaban con furia, sino por aquella mirada con la que, si
hubiera podido, los habría convertido a todos en estatuas de piedra.
Un leve susurro recorrió la plaza, pero
fue inevitable que las risas saltarinas se extendieran como un chaparrón de
verano.©