Allí,
en la pequeña aldea, siempre la calificaron de buena persona. Su
condescendencia había desarrollado una capa de dulzura, de la cual se
alimentaban los demás, como sanguijuelas hambrientas. Nadie pudo explicar su
forma de actuar aquel día:
—Rosi
—le dijo su vecina— ¿podrías coserme estos leotardos?
—Déjamelos
ahí y luego te los coso.
—Es
que...verás,los recojo en un momento…la niña los necesita ya.—Le insistió la
vecina.
—Pero…si
tú sabes coser… ¿por qué no lo haces tú?
—Es
que… no tengo tiempo ¡Además, tú lo haces mejor!
Y
ahí está Rosita, cose que te cose con sus cosas por hacer.
—Ay
Rosa que buena eres.
Y
se los llevaba la mar de contenta.
Más
tarde se presentó otra vecina.
—Ay
Rosi. No puedo ir a darle de comer a las gallinas. Tengo peluquería… ya que tú
vas a darle de comer a las tuyas… ¿te importaría darle de comer a las mías?
Pasada
media mañana llegó Rosa azorada a la peluquería. Manifestó alarmada que las gallinas
estaban muertas.
Con
la cabeza llena de papelillos de plata y mechones de pelos tiesos lleno de
tinte caoba, la vecina saltó del sillón de la peluquería.
—¡Todas?
– le preguntó.
—No,
solo las tuyas.
Así
quedó la duda. Llegaron a pensar que había sido Rosa, la que había matado a las
gallinas de la otra vecina. Pero esto era imposible; pues Rosa, era una
buenísima persona.