LA NOCHE
DE LOS COMETAS
María, recostada sobre un montículo de paja cubierto de unas mantas, cogió
amorosa a su hijo Jesús y le besaba la frente y las manitas. José miró al exterior
y percibió una esfera minúscula y trasparente que despedía una luz brillante y
dorada. La miraba extasiado y se sobresaltó cuando la vio dividirse en multitud
de estrellas, como una enorme bengala. Partieron en distintas direcciones,
algunas subieron hacia el cielo y parecieron mezclarse con el resto. Otras
partieron hacia los pastores y gente de los alrededores, y como para Dios el
espacio y el tiempo no son un misterio, una viajó al pasado, al encuentro de unos
magos a los que había servido de guía durante meses.
Aquella noche los magos se encontraron y sin saber por qué o como, se
reconocieron sin conocerse y supieron que habían llegado puntualmente a una
cita de la que fueron conscientes solo cuando se descubrieron.
Uno comentó que había atravesado las grandes montañas de los Urales, era
casi un anciano y sus barbas blancas destacaban la dulzura de unos ojos
celestes como un cielo limpio. Se llamaba Melchor. El segundo dijo que venía de
un poco más al sur, que había cruzado el gran río Ganges no sin dificultad. Su tez era más
oscura, del color de la tierra mojada, y sus ojos marrones y profundos
describían la serenidad del que está limpio de conciencia, su nombre. Gaspar. El
tercero de piel como el ébano y ojos oscuros como una noche sin luna, comentó
que venía de más allá de las altas cascadas del Nilo. Baltasar dijo llamarse.
Los tres coincidieron en que habían estado estudiando los cielos y habían
hecho multitud de cálculos matemáticos. Eran sabios y habían concluido que era
algo grande lo que habría de ocurrir y llevaban más de un mes siguiendo a la
estrella que parecía la clave de todo.
En otro lugar, un grupo de pastores se cobijaban alrededor del fuego. Comentaban
los sucesos del día, y el frío que estaba haciendo. Advirtieron una forma incandescente
y minúscula que flotaba alrededor de ellos. Creyeron que era una chispa del
fuego que acababa de crepitar, pero al cabo de un momento se dieron cuenta de
que era otra cosa. La incandescencia comenzó a expandirse hasta convertirse en
un Ángel con los destellos de un espejo de oro y de alas trasparentes.
Temerosos se escondieron tras unos matorrales, pero como la forma desprendía
amor se sintieron acogidos como en el
abrazo de una madre. Escucharon una voz sin sonido que les anunciaba que aquel
que esperaban había llegado. “Es el salvador del mundo, el amor hecho persona,
el hijo de Dios que se ha hecho humano”.
Ellos no entendían muy bien el mensaje, aunque supieron de inmediato que
el Mesías de sus profetas había nacido. La calidez y armonía que desprendía la
figura hicieron que perdiesen el temor inicial. Cogieron algunas de sus cosas;
pan ácimo, requesón y pieles de borregos y siguieron a la figura hasta que vieron
a lo lejos el resplandor que les advertía que allí estaba el niño que buscaban.
Los magos llegaron después, habían errado el camino. Creyeron que el Mesías
nacería en un castillo, rodeado de parabienes y llamaron a las puertas de
Herodes. Presintieron que habían cometido un grave error y que muchos inocentes
pagarían por su descuido.
A la ofrenda de los pastorcillos se unió la de los magos. Un poco de oro.
Piedra filosofal, metáfora del conocimiento, de las leyes del universo, de lo
conocido y de lo por conocer. Incienso, con el que reconocían la deidad de aquel
niño que acababa de nacer y Mirra, premonitorio de su sufrimiento y sacrificio y
a su vez símbolo de la finitud del ser humano.
José miró entonces al niño y a María. Algo la perturbaba. Poco podía imaginar que a la alegría que
representaba la llegada de este hijo se unía un gran e inexplicable dolor y
sufrimiento. María acariciaba la cabecita de su hijo y lo acurrucaba en un
gesto de protección. No sabía José que se ahorraría todo este sufrimiento
terrenal.
Sonrió a María y besó su frente. Vio los ojos de María bañados en
lágrimas y desconocedor de lo que ella sentía le dijo que no se preocupara que él
permanecería con ella y que la cuidaría, que los cuidaría, a los dos. Después
levantó el rostro y miró al cielo azul y estrellado. Sintió. Que si cada uno viene
al mundo con una misión. Con un destino. Él había cumplido con el suyo. ©
FELIZ
NAVIDAD