Sabes
que es Halloween, es aquí donde empieza la historia y has decidido ponerte en
situación. Es importante para este relato. Está escrito para esta noche.
Ponte
en tu lugar preferido, ese sillón en el que te acurrucas en las noches de
invierno. Apaga todas las luces y deja sólo esa lamparita que tienes al lado.
Apaga también la tele si la tienes encendida y desconecta el teléfono. ¿Lo has
hecho ya? Bien, ahora estas en condiciones.
¿Cómo?,
¿te molesta hacer todo esto por una fiesta que no nos pertenece?, ah que es
importada, me dices. Y se te viene a la cabeza la fiesta a la que realmente ha
sustituido; la noche de difuntos.
Difuntos.
Se te hace extraña la palabra, y tienes razón, no suele emplearse, huele a la
parca, a la de verdad, a la de uno mismo. En la actualidad se habla de muertos,
restos, cuerpo, materia al fin y al cabo. Consideras que difuntos es una
palabra enigmática, envolvente. No sólo implica al cadáver, también todo lo que
la persona era. Su esencia. Piensas que cada individuo es único y es ahí donde
radica o radicaba al menos su valor como persona. Recuerdas todos tus difuntos.
Y otros que no te pertenecen.
En
la penumbra en la que permaneces tus temores traspasan la barrera de lo
inconsciente, de aquello de lo que no te quieres acordar, y tus terrores,
aquellos que apenas parecen caricaturas con la luz del día se aferran a ti.
Piensas
que es esta una de esas ocasiones donde el destino, hado o como lo quieras
llamar, suele hacer una de esas jugadas que tanto le gustan y apagar o cortar
la única luz de la que dispones en este momento, y te arrepientes de no haber
puesto a tu alcance una vela o linterna. No quieres seguir pensando en esto, a
veces estas cosas ocurren y no sabes si es precisamente por eso, por pensarlo,
por lo que suceden o simplemente lo piensas, en una fugaz premonición, porque
va a pasar.
Tienes ganas de dejar de leer esto que ahora
lees, de encender las luces y el televisor. Buen invento el televisor cuando
estas solo en casa, lo enciendes y así cualquier ruido extraño parece que sale de él, o quizás… no. Pero no
quieres, no eres un cobarde y vas a terminarlo entero, no vas a dejar que este
maldito escritor te lleve a su terreno y te asuste, aunque no puedes evitar
sentir… ¿sentir qué? Dices.
Miedo.
Por
un instante, no sabes si ha sido real o no. Como si fuese otro el que te mira,
te has visto desde la oscuridad que enmascara y protege el fondo de tu salón. Allí
sentado con la cabeza inclinada, la luz de la lámpara te ilumina y cubre y
señala un pequeño círculo en el suelo es como una isla en la tenebrosidad que
te rodea, y establece el límite entre tú y la aparente nada. No sabes si levantar
la cabeza y mirar abiertamente, pero solo lo haces de reojo.
Una
y otra vez los fantasmas infantiles y no tan infantiles revolotean a tu
alrededor. Tus terrores, tus miedos, tus fantasmas… y sientes que te miran,…
desde atrás. Es lo típico te dices, y piensas si no habría sido mejor haberte
sentado contra la pared, aunque sería lo mismo, pues intuyes que aun así
percibirías que hay algo en ella. Notas un ligero soplo en tu coronilla. Te cuestionas
la certeza de esta señal mientras percibes tu pulso en la las sienes.
Respiras
sin aire, huyes sin alejarte, caes preso de tus sensaciones y no te atreves a girar
la cabeza. Temes que tu imaginación te la juegue a base de bien y realmente
veas algo que no quieres ver. La mente es así.
Quieres
dejar de leer, una diminuta gota de sudor aparece, discurre por tu frente, se
desliza despacio y pronto llegará a tu ceja, alzas la mano para secártela, pero
compruebas que tu brazo no te responde. Intentas levantarte, no puedes. Tu
cuerpo, ahora de plomo se sedimenta con tu sillón favorito y descubres como lo
que quiera que sea se aproxima a ti y se coloca delante. Lo miras y te ves. Tu
peor pesadilla se cumplió. Ya eras un difunto. ©