El descubrimiento de Ezequiel
En un mundo aparte. En las afueras de una ostentosa y brillante ciudad, invisible por la distancia y oprimida por altos muros, en un reino de muertos que adornará la piel de los vivos, Ezequiel hacía lo único que sabía hace: curtir pieles.
A
simple vista, el lugar parecía un vertedero, pero en el desorden ordenado en el que trabajaban
los obreros se estampaba el proceso. Las pieles muertas reposaban amontonadas
unas encima de otras; moscas y avispas, cada cual en su terreno, se
aprovechaban del botín de tan macabro trofeo, y se amotinaban en ataque fiero cuando
los hombres recogían las pieles y las ponían en remojo. Entonces el agua, al
removerse, desprendía la maldición putrefacta de sus fondos, y en los pequeños
remolinos que formaba reaparecían los esqueletos olvidados de ratones,
cucarachas, hormigas y avispas precedentes, junto a las avispas y hormigas que
habían caído vivas defendiendo su botín.
El
suelo húmedo y embarrado reflejaba las huellas superpuestas de algunos perros y
de los hombres que iban de un lado para otro acarreando lo que hacía no mucho
tiempo, recubrían de forma natural y armoniosa los músculos de cabras,
ovejas o algún que otro caballo. Tras otra serie de procesos Ezequiel se
encargaba de trabajar la piel hasta darle la suavidad y la lozanía de una piel
llena de vida. Era la parte más delicada, la más complicada, y propia de un maestro
curtidor.
Sus
pieles lucían en las aristocráticas manos de las damiselas de la corte y
abrigaban sus insignes pies con los recargados zapatos de la época. Los
corpiños hechos con sus cueros formaban cinturas nobles sin necesidad de
sufrimiento.
A
cambio de su oculta habilidad, prodigioso maestro, admirado solo entre los zapateros
y modistos reconocidos de la alta sociedad de aquel microcosmos, Ezequiel percibía
unos ridículos honorarios que solo le permitían ser amo y señor de sus brazos. Ni
el lugar ni el tiempo le pertenecían, aquel tiempo que transcurría entre líquidos
ferrosos de olores sanguinolentos, de pieles sin descarnar frescas o secas, del
montón de estiércol que se utilizaba para ablandar las pieles y el humo
asfixiante que se empleaba para las que se destinaban a peletería. De los días
de viento o brisa que desplazaban el hedor de la rancia necrosis que los envolvía,
nunca para erradicarlos y permitir respirar el aire limpio, que temeroso de
mancillarse, se desplazaba a los alrededores.
En
este reino vivía Ezequiel. Y aquel día, un poco antes de que el sol estuviese
en lo más alto, le trajo la evidencia de un principio nuevo. Desde otros ojos, la
realidad le pareció distinta.
Ezequiel
salió de aquel lugar y dio un resoplido. Con las manos en jarra se movía de un
lado para otro, percibía que estaba cansado, cansado de él, de su vida, de los
recuerdos del carbunco que tatuaba la piel de sus brazos y cara y de aquel olor
penetrante del curtido de pieles que se le infiltraba a través de los poros. Había
perdido su propio olor, y con él su esencia. Lo había constatado. Dejó el minúsculo
aseo personal del que podría gozar un curtidor de pieles por aquellos tiempos y,
tras varios días, que convirtió en semanas;
ni su ropa, ni su piel, ni sus axilas, desprendían el olor humano del
sudor. Pertenecía a aquel ambiente, cautivo de un pacto que nunca firmó y se
convirtió en otra cosa más entre las pieles, algo más que se mimetizaba con las
paredes, el barro, el olor y la penumbra constante de aquel sitio, como si el
mismo sol, supersticioso, rehuyese de allí.
Aquella
mañana se sintió distinto, hasta hacía un momento todo iba bien, su vida fluía
sin grandes altibajos, y sus acontecimientos diarios se desplazaban con
rutinaria quietud. Pero aquella mañana trajo algo a Ezequiel. Solo a él. El
recuerdo de lo que era. Un hombre. Sencillamente un hombre. Y el mejor curtidor.
El mejor curtidor, sin ambición. Obrero casi esclavo, se dejaba llevar por días
apagados, sin más inquietud que hacer bien su trabajo.
Cuando
ella entró, su luz alumbró la estancia del color del oro y la estela de su
fragancia le recordó el campo de alhelíes movidos por el viento donde corrió su
infancia. Ezequiel, que estaba trabajando, sólo percibió el desencanto cuando se
incorporó, y la vio alzar su mano para tapar su linda nariz y su boca, y con repugnancia
abandonar el lugar. Presintió que nunca podría dejar de amarla. Y Ezequiel, salió
dando un resoplido. Reconoció que su amor era imposible. Que su vida, se había
hecho sentencia. ©®
≈FIN≈